Realidad y fantasía
Los bancos en los jardines y parques de la vieja ciudad
Los ciudadanos de edad y también los más jóvenes, incluyendo los niños, consideraban estos sitios de verdor y frescura como su lugar de reunión donde los vecinos podían intercambiar impresiones, conversar y hasta contar chismes, abanicados por la brisa del atardecer y la acogedora sombra de los árboles
Me preocupa la queja de la gente, sobre todo de los habitantes tradicionales de la Ciudad Colonial, un trozo importantísimo de nuestra capital, Santo Domingo, declarado patrimonio de la humanidad. Esto quiere decir, en pocas palabras, que nuestra vieja capital le pertenece al mundo entero.
El problema consiste en que con el famoso préstamo del BID, no solo se quiso convertir al templo y convento de San Francisco en un pudin de cumpleaños hecho de cemento, lo que afortunadamente se evitó, gracias a las protestas unánimes de la población, sino que los nuevos encargados de llevar a cabo las obras que serán pagadas con el dichoso préstamo, el que saldrá por supuesto del bolsillo de todo dominicano que pague sus impuestos, han decidido arreglar parques y plazas, utilizando para ello bancos y el estilo contemporáneo, es decir, un vaciado en hormigón que sirva de asiento sin respaldo ni gracia de ningún tipo. "Estilo minimalista", según los términos usados, refiriéndose al arte contemporáneo.
Pero sucede que los parques, plazas y jardines de nuestra vetusta ciudad no son contemporáneos. Pertenecen a unos años que, aunque no fueron levantados en los comienzos de la capital de América, sí forman parte de nuestra historia, la que no se detuvo como no lo hizo el trascurrir del tiempo.
Estos parques, plazas y jardines fueron construidos en una época en que el centro de la ciudad era precisamente su vieja capital. Allí trascurrió, durante muchos años, la vida de los que ahora son nuestros abuelos y bisabuelos. Estos habitantes de la vetusta urbe solían salir a tomar el aire en esas plazas y parques, donde se reunían al atardecer, cuando el sol ya no castigaba el ambiente, bajo los copiosos árboles que sí existían entonces y no eran víctimas de las compañías eléctricas.
Los ciudadanos de edad y también los más jóvenes, incluyendo los niños, consideraban estos sitios de verdor y frescura como su lugar de reunión donde los vecinos podían intercambiar impresiones, conversar y hasta contar chismes, abanicados por la brisa del atardecer y la acogedora sombra de los árboles.
Para aquellas reuniones contaban con bancos hechos en metal, con espaldares para acomodarse confortablemente y pasar un rato agradable, antes de emprender el camino a casa, la que, por lo general, quedaba en el vecindario, tomar una cena, y luego dormir, arrullados por la suave brisa nocturna.
Esto ha sido ignorado por los nuevos “expertos”, los que no se han tomado el trabajo de investigar el uso y las costumbres de los viejos habitantes de ese lugar privilegiado. Meta del turismo internacional, pero, ante todo, hogar de miles de ciudadanos, compatriotas nuestros.
Este es un error imperdonable que debe ser corregido rápidamente. Ninguna ciudad tradicional importante del mundo echa de lado a sus habitantes de siempre y mucho menos los priva de sus tradiciones y costumbres.
Debemos hacer de nuestra ciudad, amurallada, no “Entre Muros” como la ha titulado un nuevo libro editado por el Banco de Reservas, sino de nuestra primera capital del Nuevo Mundo, un lugar en donde propios y extraños se sientan que han llegado, por fin, a un auténtico retazo de tiempos idos.