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REALIDAD Y FANTASÍA

El remedio para la canícula

María Cristina de Carías

María Cristina de CaríasArchivo LD

El calor tiene a Emma absolutamente descolocada. Es tanto el sofoco que le produce la agobiante temperatura que ha decidido barrer y trapear cuando el sol apenas asoma su dorada cabeza.

Este trajinar casi en la madrugada me despierta sin remedio y no tengo otra alternativa que la de levantarme, pedirle un cafecito para saludar al sol con más ánimo y un poco más despierta.

Mis hijos, alarmados por este afán de madrugada, se han ofrecido a instalarle un aire acondicionado en su cuarto. ¡Más les valiera no haber hecho la generosa oferta!

Mi factótum, muy digna, se rehusó de plano, alegando que el calor es parte de nuestra isla y que si ellos estuviesen dispuestos a ponerle ese aparato al país entero entonces ella lo aceptaría…

Para remediar en algo el desaguisado, le compré un abanico de pie, además del que tiene instalado en el techo. Aunque refunfuñó un rato, se conformó y me confesó que había podido dormir mucho más cómoda.

El problema ha sido resuelto a medias, la escoba y el trapeador siguen haciendo de las suyas antes de que cante el gallo. Mi cocinera alega que no hay abanico que valga desde que el sol descubre su deslumbrante círculo de fuego.

Esto me recordó los tiempos en que, en el lugar donde vivíamos de pequeños, la escuela comenzaba las clases a las seis de la mañana y acabábamos la jornada a las diez de la misma mañana, para evitar el agobio de la canícula, la que provocaba que con el bochorno, los alumnos se adormilaran en vez de prestar atención. Eran otros tiempos y nadie soñaba tan siquiera con poseer aires acondicionados y mucho menos en los salones de clases.

La rutina se ha establecido en mi hogar y la limpieza trascurre a esa hora intempestiva, establecida por mi cocinera. Como el ser humano es un animal de costumbres, madrugar y ver el sol aparecer en el horizonte se ha vuelto un agradable placer, acomodada en mi jardincito, cuyo espléndido verdor me proporciona frescura y un estado de bienestar envidiable.

He notado que con los madrugones, mi cerebro se muestra más activo y tengo más energía para enfrentar los ardores del medio día y parte de la tarde. Emma y yo tomamos sendos años una vez el trapero se cuelga a descansar. 

Por la tardecita repetimos el ritual y ambas descansamos cómodamente, desafiando de esta forma el ardoroso verano que se nos echó encima, sin previo aviso. 

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