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Las peripecias de Cristian para hacerse profesional

Para poder lograr una carrera en el Instituto Tecnológico de las Américas, este joven duraba meses sin salir a ver a su familia porque no tenía el pasaje, pasaba hambre y hasta se enfermó del estómago. Hoy el éxito le sonríe. La perseverancia la aprendió de su mamá.

Tan bien le ha ido que trajo a su familia a vivir a la Capital. Solo su padre se quedó en San Cristóbal.

La historia de Cristian Amaurys Báez Ortiz está pintada con el color de la perseverancia. Vivía en una comunidad inhóspita de San Cristóbal. Hoyo Prieto, para ser específico. No sabía lo que era la luz eléctrica y mucho menos lo que significaba la modernidad. Veía su miseria como algo “normal”. Empero, tenía una visión muy clara: hacerse profesional.

Su escuela quedaba en una loma. Tan lejos como estaban las posibilidades de que se cumpliera su sueño. Pero sus deseos de llegar a una universidad junto a su inteligencia y dedicación lo llevaron a ir acercándose poco a poco a lo que anhelaba. Estudiar en el Instituto Tecnológico de las Américas (Itla) no era precisamente lo que buscaba. No tenía predilección por ninguna universidad, solo por una carrera que le permitiera salir de la pobreza en que vivía, ayudar a su familia y echar hacia delante. Tecnología multimedia fue la que estudió y que hoy desempeña ocupando un buen puesto en una empresa privada.

Así comenzó su “viaje” hacia el conocimiento

¿Qué pasó Cristian antes de lograr hacerse profesional? Él da respuesta a esta pregunta y la verdad que hasta ponerse en su lugar conmueve. “En cuanto a mi experiencia universitaria puedo decir que tal vez hay poca gente que haya pasado lo que yo pasé para poder estudiar. Pero voy a contarles primero sobre mi experiencia en el Itla. Cuando me enteré a través de un primo que esta institución daría unas becas a un grupo de estudiantes meritorios, no lo dudé, hice mis gestiones para venir a la Capital”. Hasta aquí todo está bien.

No bien conoce esta buena nueva cuando de inmediato anuncian que, por razones de cambio de autoridades, la subvención que tenía el referido centro de estudios superiores había sido retirada y ya no procedía la entrega de esas becas como estaba estipulado. De 1,300 sólo darían 600. “Me desanimo, pero no me quedo conforme, y continúo mi búsqueda”. Es un joven optimista y decidido.

“Investigo todo, aplico, y espero que me respondan porque me darían alojamiento y eso era un sueño hecho realidad porque no tenía donde quedarme en la ciudad”. Al contarlo se le ve ilusionado como si lo viviera de nuevo. Dejó su trabajo en San Cristóbal y vendió el motor que tenía porque daba por hecho que entraría al Itla, donde al llegar recibió un buen trato.

“Cuando me buscan a ver si estoy dentro de los escogidos según la lista de espera, no estaba. Me confundí con el correo que recibí. Se me cayó el alma, pero no me di por vencido. Les expliqué que venía desde San Cristóbal, no podía volver para allá, sin el poco dinero que tenía y con las ilusiones rotas”. En este momento flaqueó, pero no lloró porque más peso tiene lo logrado que el trabajo que pasó para hacerse profesional.

“No había sitio para mí”

“Pero me quedé ahí con mi maletica. Con el dinero del motor, que no era mucho, había comprado alguna ropa para ‘instalarme’ allá donde iba a vivir y a estudiar, y me quedaba algo solo para manejarme los primeros días. Es feo decirlo, pero lo que yo daba era pena, y esa pena fue la que hizo que me dejaran dormir allá por una noche porque ya no podía volver atrás para San Cristóbal ese día”. En este momento se pone melancólico como si estuviera viviendo de nuevo aquella “locura”.

Un ángel le hizo la jugarreta. Cuando tenía que salir del espacio, quien debía ocupar el lugar donde estaba encontró la oportunidad para estudiar en otro lugar. “Me dejaron allí. No cabía de la alegría, pero no tenía en qué ‘caerme muerto’. Nos vendían la comida bien barata y yo compraba tres (desayuno, comida y cena). Me enfermé porque a veces se dañaba la comida con tantas horas guardada”. Hoy ríe, pero se vio al borde de la muerte.

Cada día era peor porque tenía menos dinero. Muchas veces se acostaba sin comer, y durante meses debía quedarse en el campus sin ver a nadie de su familia. No tenía dinero para un pasaje por poco que costara. “Eso era fuerte. Quería irme los fines de semana como lo hacían los demás compañeros, pero no podía, y si conseguía algo, si alguien me daba un dinerito, tenía que dejarlo para comer…”. Esta parte duele, y sus ojos reflejan las peripecias que pasó Cristian en el Itla.

“Quería ser alguien por mí y por toda la gente que me había ayudado”

Cada día el problema de salud de Cristian Amaurys Báez Ortiz era peor. Una gastritis fuerte se apoderaba de su paz, y aun así debía estudiar día y noche para sacar buenas notas y mantener su beca. “Y lo más grande era que no tenía seguro médico. Todos esos dolores me los aguantaba. Al principio tomaba de los medicamentos que traje de la farmacia donde trabajaba en San Cristóbal, pero después se me acabaron y el problema iba a poniéndose más grave”. Hoy, aunque ha tenido éxito como profesional, le han quedado las secuelas que le han dejado las peripecias por las que pasó en el Itla para convertirse en un profesional.

“Nadie se puede imaginar los desvelos que tuve por problemas de salud y porque debía estudiar para sacar buenas calificaciones y mantener esa beca que me dieron aun sin estar dentro de los agraciados. Era un estudiante meritorio, pero mi turno no había llegado. Hicieron una excepción conmigo por la situación en la que me vi”. Es agradecido y lo expresa con esta cita: “Quería ser alguien por mí y por toda la gente que me había ayudado, sobre todo ahí dentro”.

Recuerda que uno de los momentos más difíciles fue cuando casi terminando su carrera se enfermó de mala manera. “No quería que me llevaran al médico porque como le dije, no tenía seguro ni dinero. Mis compañeros me llevaron y me prestaron para pagar la consulta y algunos medicamentos. Me mandaron a reposar, alimentarme bien y hacerme unos estudios. No quería reposar porque me faltaba el último cuatrimestre y podía perder mi beca”. En esta ocasión descansa el relato.

Fue comprensible la pausa. Perdió la beca de manera automática porque para sanarse debió irse a su casa en contra de su voluntad. “Eso sí, no me rendí. Le hacía guardia al rector todos los días, malo, con mucho dolor lo esperaba, hasta que di con él y logré que me la extendiera para terminar la carrera. Me gradué con honores y todos estaban felices en el Itla porque todos conocían mi historia”. Hay satisfacción.

Lo que hay antes de su llegada al Itla

Cristian tenía nueve años cuando salió de Hoyo Prieto para Los Cacaos, en San Cristóbal. Para su suerte, la escuela en la que estudiaba en la loma solo llegaba a cuarto de la primaria. Para seguir estudiando sus padres decidieron irse acercando a la civilización. Ya bachiller, comenzó la búsqueda de soluciones y es ahí cuando él se muda con sus abuelos en San Cristóbal sin la más mínima posibilidad de ir a la universidad.

Se busca un empleo. “Tenía trabajo, pero no estudio, y la gente me decía que buscara la forma que yo era muy inteligente, pero nana, perdí varios años. Veía a mis compañeros ya avanzando en la universidad y yo sin lograr entrar. Eso era fuerte, porque mi familia no tenía la posibilidad y, de lograr entrar a la UASD, no tenía donde vivir en la Capital. Era un lío por dondequiera que lo sumara”. Todavía recuerda la angustia vivida antes de entrar al Itla, entidad a la que le agradece que hoy día desempeñe su carrera con un buen puesto laboral.

Tan bien le ha ido que trajo a su familia a vivir a la Capital. Solo su padre se quedó en San Cristóbal. “Mis hermanos han podido estudiar en la universidad porque yo les allané el camino de las dificultades”. Se nota el orgullo que siente de sus logros y aprovecha para mandarle un mensaje a la juventud: “Hay que ser optimista, verte donde quieres estar y luchar para lograrlo”. Concluye Cristian el dueño de una historia de superación digna de admirar.

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