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HISTORIAS DE LA VIDA

Sentencia social: “Duré casi 20 años en la cárcel y sigo presa en la sociedad”

Marta QuélizSanto Domingo, RD

Ella es como los niños que, cuando están frente a alguien que no conocen se muestran tímidos y como “arrinconados”. Eso sí, después que se “sueltan” hay que ponerles un freno. “Hola, buen día”. Se le dijo, y contestó: “hola”. ¿Te sientes mal? La pregunta se le hizo porque su rostro mostraba como dolor. “No”. Respondió sin más. ¿No quieres hablar? “Sí”.

Por ese palo, como se dice en buen dominicano, se duró un buen rato. Eso sí, cuando se le cuestionó sobre el malestar que siente con la sociedad y lo que ha significado por ella ser una exconvicta, ‘cantó hasta la lotería’. “Mire, mi hermana, no hay nadie más hipócrita que la gente. Cuando mi familia iba a verme, me decía: ‘ay, fulana o fulano orando para que tú salgas de aquí’. Embuste to’, nunca fueron a visitarme y cuando salí, ni me miraban, era como que estaban viendo al mismo demonio o como que yo tenía una enfermedad contagiosa”. Esto la entristece y la forma de dejarlo saber es agachando la cabeza por un largo rato.

Con unas lycras negras pegadas a su corpulento cuerpo, una camiseta verde un poco desteñida, y con su pelo amarillo, peinado con un ‘coge y deja’ la mulata de esta historia levanta su cabeza y prosigue: “Lo primero es que a la cárcel va a verte solo el que te quiere o tiene alguna ‘obligación’ contigo, como es el caso de tus seres queridos, porque familia es familia, pero es raro que veas a otras personas. Ten por seguro que aunque sea inocente, si caíste, te puedes enterrar, a menos que seas rica…”. Lo dice con dolor. Nunca vio a sus amigos, ni siquiera a la persona que libró de la muerte y por la que pasó casi 20 años de cárcel. Duró 18 años, cinco meses y algunos días.

La tragedia

Sin dejar de hablar continúa su relato. Ahora la parte más cruel. “Estábamos en un lugar de diversión, en un barrio cercano al de nosotros. El que era marido de la amiga mía llegó y comenzó con su impertinencia. Todo el mundo le decía que nos dejara tranquilas, que se fuera, pero no…”. Toma un respiro.

Se le complicó ofrecer estos detalles. Se le salen las lágrimas y de manera brusca las limpia de sus ojos y sigue: “Cuando yo veo que viene para encima de mi amiga o de la que era mi amiga, con un punzón, le agarro la mano, hago que se le caiga y le digo a ella que salga. Él coge de nuevo el arma, va para encima de mí, y rompí una botella y se la clavé por mala parte”. Respira profundo y descansa el relato.

Ya un poco repuesta de esta explicación tan fuerte como sus resultados, concluye esta parte diciendo: “Ese infeliz murió ahí mismo, y de verdad, mi intención no era esa, tenía que defenderme y defenderla a ella. Yo soy una mujer grande y fuerte, pero ella es, o era, un ‘flin flín’ como decimos aquí. Me dicen que engordó. El caso es que me metieron presa, y después de mucho tiempo, me condenaron a 20 años aun siendo en defensa propia. Salí un poco antes por buen comportamiento”. De esto se siente orgullosa.

Dolor ante el rechazo

A la dueña de esta historia que ya en confianza ha contado bastante, lo que más le ha dolido de todo esto es el rechazo sufrido por ser una expresidiaria. “Cuando me dieron mi libertad, duré mucho tiempo encerrada sin salir de la casa de mi mamá porque no soportaba la murmuradera y las miradas acusadoras de la gente. Intenté hasta quitarme la vida en dos ocasiones, pero después decidí buscar a Dios, y no darme por vencida, sobre todo por mi hijo, que cuando me metieron presa estaba de meses”. En esta parte llora sin consuelo. Vencer sus miedos para en el nombre de la persistencia, lograr conseguir empleo, le costó mucho esfuerzo.

Lo logró. Presta sus servicios limpiando una oficina de lunes a viernes. En las tardes ‘lava cabezas’ en un salón de belleza. “Eso sí, ni hablo de lo que me pasó delante de nadie, porque no se sabe qué cárcel es peor, si la de las rejas o la de la sociedad”, sentencia la mujer que entró de 24 años a la cárcel y salió de 42. Ahora está a punto de cumplir 45. Su hijo pronto tendrá 22.

“Por estar presa no vi a mi hijo crecer ni a mi papá morir”

“Cuando me pasó el problema, mi hijo apenas tenía como seis meses de nacido. No tuve chance de ser una buena madre, de cuidarlo, de llevarlo a la escuela, de quitarle una fiebre, de nada…”. Llorando sin parar cuenta esta parte tan sensible de su vida, la mujer que duró casi 20 años en la cárcel por homicidio y, que de por sí, era una madre soltera.

Verla sumergida en un mar de lágrimas no dejaba otra salida que no fuera acompañarla. Unos minutos después, la calma se adueñó del ambiente y fue posible continuar contando la historia. “Tal vez quien lea este artículo diga: ‘¿y qué buscaba ella en sitio de bebida con un muchacho chiquito?’, yo soy dominicana y ‘tiguera’, sé que eso lo dicen, pero no juzguen sin saber. Yo le dejé el niño a mi mamá para acompañar a esa amiga que estaba pasando por un mal momento, y la muestra es que ahí llegó el hombre y lo otro ustedes lo saben”. Se contiene con un “ufffff”.

Una pregunta se hizo necesaria para que ella retomara el curso de la entrevista. ¿Qué fue lo primero que llegó a tu mente cuando cometiste la acción? “Nada, no llega nada, tu mente se queda vacía, no piensas, no generas, no nada. La cabeza solo te sirve para agarrártela y lamentarte hasta que te ponen las esposas”. Sus ojos evidencian que se trasladó a aquel momento.

Fue después de caer en cuenta, días más tarde, que ella piensa en lo que hizo y lo que le esperaba. “Duré mucho para ver a mi familia, me estaba volviendo loca. Un día, a una de las empleadas le dio pena conmigo y me ayudó para hacer una llamada a la casa de una vecina, porque en mi casa no había teléfono, y las cosas no eran como ahora que todo el mundo tiene un celular. La vecina buscó a mi papá y no pude hablar, solo le dije: ‘perdón, papá’, más nada”. El llanto retoma su lugar.

Al otro lado del teléfono, unos sollozos le confirmaron que también había un padre sufriendo por lo sucedido. “Él no me pudo hablar. La vecina tomó el teléfono y me dijo que estaban conmigo. Ahh, y algo que no olvido, me dijo ella: ‘pa’ que la muerte vaya a mi casa que vaya a la ajena’, eso”. Con esto le confirmó que sabían que fue en defensa propia. Esa señora siempre creyó en ella y también falleció en lo que la protagonista de este relato estuvo en la cárcel.

Poca clemencia

Para esta mujer, haber sido condenada en una sociedad que no perdona es como morir junto a la víctima. “Tú te crees que fue ese muchacho el que se murió, noooo, yo también morí el día que eso pasó. No pude ver a mi hijo crecer, ni a papá morir. No pude estar ahí, y por si fuera poco, el rechazo de la gente me respira en la espalda”. En esta ocasión, aunque llorosa, saca de donde no hay, y bromea un poco: “tú te crees, ju, yo tengo verbo, yo leía en la cárcel”. Aquí se ríe y siente orgullo por el hábito que cultivó.

¿Pasaste mucho trabajo en la cárcel? “¿Trabajo? Trabajo pasa cualquiera. Lo primero es adaptarte a ese ambiente. No creas que lo que se vive ahí es distinto a lo que uno ve en películas y novelas. Te puedo decir que es prácticamente lo mismo. Hay envidia, celos, traición, egoísmo… de todo lo malo. Ah, pero debo decir que también hay gente buena, que te ayuda, que te protege, que te cubre, y bueno, las amigas que ahora tengo y con las que voy a la iglesia son las que conocí ahí. Algunas salieron antes y otras después”. Esto la satisface.

Algunas siguen cumpliendo condena y todos los meses, ella y un grupito de las que han salido van a verlas. Nunca mencionó en qué cárcel estaba, aun cuando se le cuestionó al respecto. “No ombe, no hay que decirlo, lo único que sí quiero que se sepa es que la verdadera cárcel la he vivido después que salí. Solo Dios con su misericordia me ha podido ayudar a seguir adelante, a recuperar a mi hijo y a trabajar para ayudarlo en todo lo que pueda, y a que también ayude a los demás a seguir su palabra”. Se despide.

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