SALUD MENTAL

30 de marzo: Día Mundial del Trastorno Afectivo Bipolar

“No suelo hacer esto, pero necesitas ayuda”, me dijo una de las mejores profesoras de la carrera de Psicología de Unibe en el año 2008.

Yo era una estudiante recién transferida luego de hacer dos años completos de Derecho y había elegido mi nueva carrera por un proceso de selección en el cual no quería ser ingeniera. No tenía el talento artístico para Arquitectura. No soportaba la idea de ser administradora. Y, luego de jurar que nunca sería maestra -lo que sería otra ironía, pues estuve en aula por cinco años-, llené un examen de aptitud donde decía que tenía habilidades para el estudio de la mente.

Recuerdo esa noche en la plazoleta cuando ella me contaba de que la ayuda psiquiátrica podría permitirme vivir mejor, mientras yo fumaba un cigarrillo tras otro. Creo que fumé no solo por el dolor de que me dijeran que tenía una condición de salud mental, sino por el temor a caer de la gracia de esta catedrática que tanto admiraba, así como caían las cenizas de aquel cigarrillo.

Me sentía como uno de ellos… los pacientes imperfectos, rotos y dañados, pues en esa época veía a los terapeutas como ‘quasidioses’, quienes al adquirir conocimientos iban reparándose y, de cierta forma, pasaban a ser otra clase de personas a las cuales no les pasaba este tipo de situaciones. Me había quemado en la carrera, incluso tal vez en la vida, y no había terminado mi primer cuatrimestre.

Llegué agitada al psiquiatra. No por nervios, sino por lo que luego describirían el “motor en marcha” característico de la bipolaridad, al igual que la verborrea. Para ese entonces, solo sé que me puse a conversar demasiado con la secretaria y otras personas que esperaban en la salita por lo que yo entendía era el principio del fin. Aquí llegaría mi sentencia.

El doctor Guerrero Heredia me recibió y no pretendo recordar mucho de lo que me dijo. Sé que cambiamos de inglés a español durante la entrevista y me dio unos cuestionarios para que llenara. Cuando volví, me sonrió y creo que ambos sabíamos la respuesta: bipolaridad.

Una década después, hablo sobre mi condición abiertamente, pero no siempre fue así. He sido ingresada tres veces por psiquiatría incluyendo una ronda de electroshock cuando estuve embarazada. Me ha invadido el miedo de tener medicación conmigo, ser vista estando en terapia o hasta investigando sobre la condición. El miedo de que me “atraparan” siendo bipolar, como si se tratara de un defecto imposible de reparar.

Además del miedo, he sentido culpa y vergüenza por tener la condición o conductas como consecuencia de esta. Los síntomas no me preocuparon por mucho tiempo por la pérdida de insight; que es cuando no eres capaz de darte cuenta de cómo estás. Por supuesto, no podemos dejar de mencionar la particularidad que es un episodio mixto, donde bailas a ritmo de bolero y perico ripiao confundiendo a todos los que están a tu alrededor.

Estos temas eran silenciados porque “debemos aparentar estabilidad”, aunque estemos tan frágiles como galletitas por dentro. Al final, termino exhausta y me persiguen preguntas como: ¿Es justo traerle esto a la vida de otro? ¿Puedo tener más hijos o solo tuve suerte con el que ya tengo? ¿Debo continuar el trabajo con personas si podría tener una recaída en cualquier momento?

Conozco las respuestas políticamente correctas e incluso aquellas que he vivido en carne propia, pero hay días que dudo. Ya no soy la joven perdida de la plazoleta en la universidad. Soy una mujer que ha aprendido a vivir con una condición de salud crónica peligrosa, pero contenida; manteniendo trabajo y un hijo amado y feliz. También es preciso decir que no lo he logrado sola. Mi familia, mis amigos, los profesionales que me han acompañado, mis compañeros de Fundotab y muchos más me permiten celebrar con orgullo este Día Mundial de la Bipolaridad. Yo vivo con bipolaridad y no está nada mal.

La autora es experta en trastorno afectivo bipolar (TAB), psicóloga familiar y de pareja del Grupo Profesional Psicológicamente

Laura Rivas