La Vida

El libro en la cultura virtual

Las ferias del libro virtuales están de moda.

JOSÉ MARÍA ESPINASACiudad de México / Tomado de La Jornada Semanal

Cuando los lanzamien­tos públicos de los li­bros se hacían de for­ma presencial –con el autor y tres amigos que lo elogiaban– había poco pú­blico, pero al acabar el editor po­día vender unos diez libros, y al­guno de los textos se publicaba, se cumplía con un rito y, si el edi­tor tenía recursos, ofrecía un brin­dis. Ahora, con la pandemia, las presentaciones son virtuales y me cuentan que hay más público, pe­ro no se venden libros ni los textos aparecen publicados en algún su­plemento, ni tiene prácticamente eco alguno ni se sedimenta en la cultura como una apuesta a futu­ro. Por definición, lo virtual es efí­mero y coyuntural. Pero su condi­ción efímera no tiene el sentido, que algunos han querido darle, de una nueva oralidad. Lo efímero equivale a algo peor: la inexisten­cia, justificada por su existencia – es un decir– virtual. La idea de lo publicado se revierte y lo devuelve a la condición de lo inédito.

Veamos algunos hechos: cada vez es más frecuente que un lec­tor llegue a una librería en busca de un título y el librero busque en la computadora. Lejos ha queda­do el librero que reconocía el li­bro y sabía dónde estaba, e inclu­so te recomendaba otros títulos de ese autor o de temática pare­cida y, a veces, si se establecía una cierta relación, te avisaba de co­sas que llegaban con pocos ejem­plares y sabía que te interesarían. Ahora, pone el nombre en la com­putadora y suele aparecer la ficha, con autor, editorial, isbn y precio, pero sin existencias para la ven­ta. El librero, sin embargo, se sue­le sentir ufano de encontrar esos datos, aunque no haya libros que se correspondan con ellos, y si el ingenuo lector le pregunta si se lo pueden conseguir la mirada es de absoluto desprecio: habiendo tan­tos libros aquí para qué quiere ése.

De allí se pueden encontrar mil va­riantes: el sistema indica que hay un ejemplar, lo buscan los dependientes durante media hora y no lo encuen­tran. Tal vez cuando algún día se ha­ga un inventario terminará apare­ciendo en un sitio insospechado, o, si se lo robaron, como sigue estando en el sistema nunca pedirán re­posición al editor. Se alega que no hay un banco de datos en México en el que se pueda saber qué libros aparecieron, quién es el editor y en qué librería están a la venta. Hace unos años se impulsó Prolibro; el editor estaba obligado a subir la información a ese portal (la enton­ces Dirección de Publicaciones de la Secretaría de Cultura obligaba a sus coeditores a hacerlo). Un buen día, después de acumular mucho trabajo de muchos editores, Proli­bro simplemente desapareció de la red. Y el encargado de compras o gerente de la librería te dice im­pávido: es que no lo han dado de alta en el sistema. Esa cadena de ventas del libro, que va del autor al lector, se interrumpe con frecuen­cia en las librerías, incapaces de re­solver los problemas tecnológicos pero, a la vez, volviéndolos un re­quisito sin el cual no hay realidad, ni siquiera realidad virtual.

La venta vía la red provo­ca una enorme desconfianza en una mercancía tan extraña y po­co comercial como el libro. La so­lución, se dijo, sería Amazon, y ésa, “la librería más grande del mundo”, es ahora sobre todo un sistema de ventas y paquetería donde el libro es una parte mí­nima del negocio, y que hace de la competencia desleal la ra­zón de su éxito, desde evadir impuestos e ignorar las leyes locales, hasta simplemente el fraude y el robo. Y no pocas veces la extorsión: el precio de un libro en la lista del editor se multiplica por diez en la ven­ta virtual de esa trasnacional. Eso sí, cotiza en la bolsa.

El futuro de la música en salas de conciertos, el teatro y el cine es muy oscuro, pero el del libro es peor. En cierta manera, la historia le ha da­do la razón a Marcuse: deja­mos atrás la cultura del libro –la galaxia Gutenberg– pero no para ir hacia la era del ci­ne –la galaxia Lumière– sino al simulacro de lo virtual –la galaxia Gates. Tal vez asisti­mos al fin de una época cul­tural, pero no estamos segu­ros de asistir a la formación de una nueva.

¿Demasiado pesimismo? Tal vez. El comportamiento suicida de muchas personas, asistiendo a fiestas clandestinas, a bares en horarios ilegales, a concentra­ciones masivas en medio de la pandemia, llama la atención so­bre una sociedad que hace cin­cuenta años Guy Debord llamó “del espectáculo”, basada en lo gregario, que no puede ver en el libro y la lectura sino a un ene­migo. El espacio privado ha sido casi borrado por la televisión, la computadora, el teléfono móvil y la amenaza de una sociedad virtual, pero no se ha buscado proteger ese espacio sino en­contrar otro sentido en el espa­cio, no social ni público, sino en el gregario. Mala elección. Salir a caminar a un parque o darse una vuelta por la plaza parece ahora un gesto tan arcaico co­mo leer un libro.

Me puedo imaginar a un editor que ha caído en manos de la locura y llena la red de anuncios de libros que no exis­ten y nadie se daría cuenta, pues su existencia no aspira a otra cosa que a su virtualidad, y si alguien los pidiera, un ro­bot contestaría que “no hay en existencia”.

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