Gastronomía

Un hombre y comidas por los que vale la pena dejar de dormir

EL COCINERO LLEGABA DESPUÉS DE LA MEDIANOCHE Y PREPARABA UN ADEREZO DIGNO DE UN RESTAURANTE CON ESTRELLAS MICHELIN. TODO ERA GENIAL, HASTA QUE YA NO PODÍA MANTENER LOS OJOS ABIERTOS EN EL TRABAJO.

Un hombre y comidas por los que vale la pena dejar de dormir. (Brian Rea/The New York Times)

The New York TimesSanto Domingo

Se denominaba cocinero, lo que parecía un título muy casual para alguien que trabajaba en la cocina de un restaurante con tres estrellas Michelin. Sin embargo, sí se dedicaba a cocinar y a preparar las recetas de otro chef como un paso en el camino hacia sus grandes sueños culinarios.

Nos conocimos hace años en un bar cerca del Flatiron cuando la noche del jueves se convirtió en la mañana del viernes. Acababa de terminar de trabajar. Me dirigía a casa para ir a la cama.

“¿Te vas?”, preguntó. “Es muy temprano”.

Parecía vigorizado, pero creo que era más por el apuro de haber trabajado una larga jornada en la cocina que por la energía que yo aportaba al encuentro. Y eso fue suficiente para que me quedara un poco más de tiempo. Cuando ya no pude mantener los ojos abiertos, subí el cierre de mi abrigo y él me pidió mi número. Días después, alrededor de las 2 de la mañana, me envió un mensaje de texto.

¿Alguna vez te han enviado un mensaje en medio de la noche para decir: “¡Oye! Tengo los productos necesarios para hacer Miyazaki Wagyu a la parrilla con cebollas de Gales y jus gras”? A mí no me había pasado, hasta ese día.

Me levanté de la cama y esperé junto a la puerta. Cuando llegó, con los brazos llenos de comida, me pregunté si todavía podía estar soñando... una cita nocturna sacada de alguna comedia romántica olvidada. Era una cita para comer cuando no tenía hambre y hablar cuando debía estar durmiendo, todo por un impulso caprichoso. Además, la comida era buena.

Así es como me cortejó: solo después del cierre de la cocina. Algunas veces a la semana venía entre la medianoche y las 2 de la mañana, normalmente un par de horas después de que me hubiera acostado, y se quedaba hasta antes del amanecer: cocinaba, comía y reía. Luego recorría su largo trayecto en metro desde mi apartamento desde el Upper East Side hasta Brooklyn.

Tan solo unas cuantas horas después, era hora de ir a trabajar, algo que apenas podía hacer. Estaba exhausta hasta el punto de casi alucinar.

Se había añadido una nueva actividad a mis noches mientras que las actividades de mis días seguían siendo las mismas. Me despertaba a mi hora habitual (aunque ya no necesitaba desayunar), me duchaba, me vestía y me dirigía al trabajo; tomaba el metro desde la 82 y York hasta el mercado de Chelsea, donde me sentaba en mi escritorio de 9 a. m. a 6 p. m. Revisaba guías de Zagat mientras soñaba con las comidas de calidad de restaurante que se preparaban en mi propio apartamento.

Aunque la ciudad estaba llena de comidistas blogueros, yo no era una de ellos. Acepté mi trabajo en Zagat como un medio para llegar a un fin, una forma de pagar mis cuentas para poder escribir las cosas que deseaba. Todos los días me conectaba a mi computadora y veía el nombre de usuario “achlumsky”, perteneciente a Anna Chlumsky, que había trabajado en el mismo puesto que yo durante algunos meses y a quien ahora veía todos los domingos por la noche en “Veep”.

“Ella también tenía otros sueños”, pensaba. “Llegaré a donde debo estar en algún momento”.

Ese “algún momento” se alejaba más conforme más tiempo pasaba con el cocinero. Estar con él a todas horas me hacía estar demasiado cansada para hacer algo más que trabajar, dormir y comer. Al mismo tiempo, verlo era estimulante, ya que inventamos formas de conocernos mientras el resto del mundo dormía.

Pronto me enseñó cómo se preparaban las comidas. Disfrutaba del calor de mis sentimientos crecientes y de la estufa de gas donde aprendía a calentar mi sartén a una temperatura que la Guía Michelin consideraba aceptable para un corte de 5 centímetros de grosor de carne de primera. Ninguno de mis amigos tenía citas así. Era un compromiso rebelde, como dos niños despiertos después de la hora de dormir.

Cada vez que el cocinero me visitaba, llegaba con nuevas quemaduras en los brazos: daños provocados por la llama abierta, el mayor peligro de su trabajo. Una noche, una quemadura particularmente grave se extendía desde la muñeca hasta el codo.

“Deberías ponerte algo en la quemadura”, le dije.

“No”.

“Pero va a dejar una cicatriz”.

“Las cicatrices son buenas”, dijo. “Son recordatorios de lo que has hecho”.

“Las tuyas son un poco engañosas”, dije. “Parece que has practicado combate de cuerpo a cuerpo”.

“Y es así. Todas las noches en esa cocina, lucho por lo que realmente me importa”.

“¿Un trabajo?”.

“No”, contestó. “No un trabajo. Voy a abrir mi propio restaurante. Donde crearé mi propio menú. Va a ser mi espacio, mi lugar de trabajo. Me pararé en mi propia cocina, le diré a otro chico tonto qué cocinar, luego miraré estas cicatrices y recordaré todo lo que hice para llegar allí. Pero tal vez no lo entiendas. Tal vez solo entiendas los trabajos”.

Fue un golpe aplastante. Por supuesto que lo entendía; yo también tenía sueños. Pero estaba sacrificando los míos por un tipo que no hacía consensos con los suyos. Hacíamos todo en su horario, lo cual me dejaba demasiado agotada para hacer otra cosa. No creí tener alternativa.

Me preguntaba si todo podía cambiar en caso de insistir. Podíamos vernos en mis horas de almuerzo, en sus horas libres. Él podía ser el exhausto si se quedaba despierto durante su única oportunidad de dormir. Podría mantener mi tiempo libre si tomaba el suyo.

Unas cuantas veces intenté hacer presión para cambiar, pero nunca funcionó. Después de tener citas en su horario durante meses, consiguió un segundo trabajo en otro restaurante. Con sus trabajos de siete días a la semana, intentamos salir durante su descanso un sábado, pero no pudo mantener los ojos abiertos.

“¿Cómo conociste a tu última novia?”, le pregunté.

“En el trabajo”.

“¿También era cocinera?”.

“Anfitriona de restaurante”.

“Ya veo”, le dije. “¿Así que pasaban el rato cuando el restaurante cerraba?”.

“¿Cuándo más?”.

“Sí, cuándo más”.

Lo acompañé al metro mientras el sol salía sobre el East River. Al salir a la luz de la mañana, lo vi de otra manera y él también debió verme de manera distinta.

“Tienes un par de cicatrices”, dijo señalando mi rodilla.

“Solo son por caerme de la bicicleta”, le dije. “No por ir tras el sueño de mi vida”.

Esa noche me senté a escribir. Cuando el cocinero me mandó un mensaje para ver si estaba despierta, no contesté.

Días después, le pregunté si podía verme antes del trabajo en vez de después, pero no respondió. A medida que mi horario se regularizaba, nuestros mundos se separaban. Intenté llamarlo por última vez un martes por la tarde, pero no me respondió. Y me sentí aliviada. Empecé a ir tras mi propio sueño de nuevo, por estricto que fuera. Volví a ir a la cama a una hora normal y a dormir toda la noche.

No obstante, el tiempo que pasé con el cocinero me había cambiado. Y en los restaurantes, cafeterías y gastronetas de tacos por los que pasaba todos los días, vi otro mundo. Sí, los cocineros eran protagonistas, inflexibles en sus visiones y disciplina mientras sus seres queridos se adaptaban a sus reglas y horarios: no es una tarea fácil. Pero eso era solo una parte.

En la órbita de chef se encuentra un universo de muchas otras personas. Algunos, como yo, simplemente buscan un medio para llegar a un fin en su sector. Sacrifican su potencial de tener citas “normales” los viernes por la noche y también los fines de semana con sus familiares para poder pagar sus cuentas. Lo hacen para alimentar al resto de nosotros durante nuestro tiempo libre.

El pasado mes de marzo, cuando los restaurantes cerraron sus puertas debido al coronavirus, pensé en el cocinero (y la nueva novia anfitriona que imaginé para él) y si cerrarían un comedor vacío. Después, se irían a casa y prepararían la cena a las 7 p. m. por primera vez en su vida juntos, antes de irse a la cama y quedarse dormidos a una hora razonable.

Qué sofocante es estar obligado a pasar de un horario a otro sin ninguna advertencia, sin tomar la decisión. Qué difícil es que le den un frenazo en el camino que más le importaba.

Todos los días paso por los restaurantes de mi barrio y veo todas las formas en que se están adaptando para nuestro beneficio. Veo las ventanas improvisadas de comida para llevar, la cinta en el suelo que muestra a los clientes cómo hacer la fila a 2 metros de distancia. Veo los ingredientes de sus recetas que se venden como si fueran abarrotes. Veo sillas apiladas sobre las mesas con letreros que dicen “No sentarse”, así como los empleados con cubrebocas y guantes que han tenido la suerte de seguir en la nómina.

Se ven todas las heridas de la batalla que estamos librando contra este virus. Algunas sanarán en algún momento, pero no sin cicatrices. Esta vez serán un recordatorio no deseado.

Pienso en todos los sueños que están terminando y los que nunca comenzarán. Pienso en todos los sacrificios que se están haciendo y me pregunto si alguno de ellos será suficiente. Y me siento agradecida por el cocinero, sus sueños e incluso las horas de sueño que perdí para poder estar con él.