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La larguísima viudez de Mercedes Barcha

Mercedes Barcha, viuda de Gabriel García Márquez, falleció en Ciudad de México el pasado 15 de agosto de 2020.

Mercedes Barcha, viuda de Gabriel García Márquez, falleció en Ciudad de México el pasado 15 de agosto de 2020.

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Ángel GarridoSanto Domingo, RD

Gabriel Garcí­a Márquez de Barcha se hizo el muerto a pesar de ser y estar casado, y su larguí­sima viudez habí­a de durar justo los seis años y cuatro meses suficientes para que Mercedes Barcha, la mujer que lo hizo hombre a los 31 años de edad, se le uniera de nuevo en esta única vida que han de tener. Se quieren todaví­a tantí­simo más que nunca se quisieron de recién casados. Pero a lo largo y ancho de sus 72 meses de viudez a Mercedes le parecieron insoportables la cal y el canto de aquellas paredes del Pedregal sin la omnipresencia de su naranjal.

Siempre aborrecieron los dos la metáfora frutal de ser media naranja el uno con relación a la otra, y viceversa. Ya basta de que la gente quiera que la una sea la mitad del otro, y al revés. Fueron la pareja completa hasta el recién pasado 15 de agosto de 2020, fecha en que ha vuelto a morir Mercedes Barcha en Ciudad de México, donde mismo la había dejado su viudo aquel inexistente abril de 2014. Con Colombia y gracias a ella, qué vainas tan verracas tiene la vida que los muerto no se mueren mientras viva quienquiera que sea que los haya querido mucho y bien.

Ni la otra ni el uno se imaginaron nunca que aquellos descorazonadores viajes a Monte de Piedad con las últimas posesiones familiares para sufragar el franqueo postal desde Ciudad de México hasta Buenos Aires de media novela que la misma Mercedes, verde de rabia, ignoraba si serí­a buena o mala. Y no lo sabí­a siquiera el propio Gabriel, porque quien escribe por mandato del corazón nunca puede detenerse en la materialidad del valor en el mercado de lo que escribe. Fue un antojo del azar sin precedentes en la literatura moderna. De pura coña funcionaron las cosas en un memorable descuido de guerra frí­a de quienes debieron de evitarlo. Salieron vivos de debajo de las llantas mellizas del camión que les pasó por encima. Pudieron haber muerto sin que nos enteráramos los encargados de aplaudirlos, ni la caverna requeté que de buen grado habrí­a celebrado el anonimato de ambos.

Si retrotrajéramos el tiempo 32 años, y nos detuviéramos en el discurso que en Estocolmo pronunciara quien por mandato inapelable de la muerte serí­a viudo en la otra vida al término del preindicado lapso, entenderí­amos en el acto por qué la antigüedad griega trilló el camino a casa del poeta de la aldea cuando existía alguna desavenencia entre dos o más vecinos.

Nadie habrí­a podido olvidarse de sí­ mismo y de su futura viuda con tanto desapego como lo hizo aquella vez Gabriel Garcí­a Márquez de Barcha. Y lo hizo con los incomparables recursos literario de su genio impar, para explicarle al mundo las razones por las cuales el desarrollo desigual del capitalismo habí­a condenado a su amada América Latina al inexplicable y cruel subdesarrollo en medio de tantos recursos humanos, minerales, animales y vegetales.

Las alucinantes descripciones de Antonio Figafetta, estudioso y explorador veneciano que hizo de cronista de la tormentosa circunnavegación encabezada por Fernando de Magallanes que habí­a de llevar a insufrible término Juan Sebastián Elcano, le sirvieron de pie al incomparable narrador de Aracataca para contraponer el mundo descubierto al mundo descubridor. El curso de la historia humana habí­a impedido que fuera un encuentro a partes iguales, como con encomiable pasión por la justicia proponen los cientistas sociales y los poetas más preocupados por la verdad histórica.

Al norte del Continente americano habí­a de llegar un siglo después de Magallanes, el Mayflower contentivo de auténticos fugitivos del moribundo feudalismo inglés. Acompañados a partir de poco después por otros europeos de tierra firme. El peplo que vestían podí­a ser religioso, y tanto lo era que lo prueba el hecho irrefutable de que se mantiene hasta hoy; pero el verdadero motivo de última instancia era y ha sido de claro corte económico. El motor sociológico movido por el combustible económico partía en dos mitades el continente más largo del mundo, y el segundo más joven dentro del sistema capitalista sólo después de Oceanía.

El colono del norte empezarí­a pronto, luego de vencer los naturales inconvenientes del inicio, a ejercer la talabartería del abundante cuero, a cultivar la tierra virgen, a usufructuar la ganaderí­a silvestre, y a fundir los metales de la artesaní­a perdurable. Empleaba las técnicas aprendidas en su Europa nativa donde la naciente burguesía se abrí­a paso a troche y moche sobre el feudalismo en el que habí­a incubado.

El colonizador del sur del Continente, en cambio, iba regido por el sable invicto de la Reconquista de ocho siglos de la Pení­nsula ibérica contra el árabe que la poblaba. Era el conquistador español un estupendo jinete. Sabí­a blandir el sable y avanzar sin tregua tierra adentro contra el aborigen impávido que creí­a que jinete y caballo eran un solo animal. Escuchaba el conquistador en la nostalgia patria el eco inapagable del Mí­o Cid, que hincaba espuelas en los ijares del purasangre andaluz.

Recoge el genial escritor colombiano hasta su más acabada perfección el sentimiento que embargó a León Tolstói cuando con encomiable acierto barruntó el carácter impredecible del pasado. Asómese el lector cuando le sea posible a Las venas abiertas de América Latina, y haga uso moderado de sus conocimientos de ella, de la propia cosmogoní­a de quien la lee y reflexiona sobre dicha historia, de la concepción que del mundo y de las cosas tenga el lector, de sus sentimientos personales, y dí­gase a sí­ mismo si hubo descubrimiento, y si en buena lid, como postulan los más justos, debió de haber sido encuentro entre aventureros de la mar océana y habitantes de sus tierras con derecho natural a lar nativo.

Se dedican pues sin pretensión alguna estas lí­neas difí­ciles y luctuosas a evocar la insoportable viudez que durante 72 larguí­simos meses padeciera en Pedregal de Ciudad de México la viuda solidaria y esforzada de un narrador que anduvo con gallarda e insuperable péndola todos los resquicios preciosos del alma humana: "Viudo, le compro la casa", propondría uno de sus personajes en relación con un altar de viudedad:

—Esa casa no se vende.

Y las dedicamos porque el colmo de esto es lo acontecido en Estocolmo adonde acudió el consecuente marido armado de su infaltable mujer para intelectualizar con inmejorables recursos poéticos la realidad del subcontinente latinoamericano que lo engendró y lo contuvo. No falta hogaño quien callara antaño y que pretenda sin sonrojo alguno acusarlo después de muerto de haber elegido el camino arduo, escarpado y fatigoso de la solidaridad con su mundo tercero, dizque porque le rendía los beneficios opulentos y lectores bastardos que proporcionan unos oprimidos cultos y ricos. Cosas veredes; pero lectores perdurables en literatura, sólo quien los mereciere.