Última tarde con Juan Marsé
Juan Marsé cultivaba la imagen de hombre sencillo y a veces reservado bajo la que se camuflaba un escritor culto y sofisticado en sus aficiones culturales. Su pérdida ha sido muy lamentable para las letras españolas.
Lo fácil era echar mano del gatillo rápido, postear un comentario ciego de admiración y compartir aquella foto que, con el escritor casi siempre cariacontecido, documenta ese día, ese minuto, en que los astros se alinearon y el botín fue aún mayor que una simple dedicatoria o un ejemplar autografiado de «Últimas tardes con Teresa» o «Un día volveré». Lo fácil, en fin, era llorarle en redes con ademanes de plañidera digital y esperar sentado a coleccionar corazoncitos y retuits.
Lo realmente difícil, en cambio, era enfundarse la mascarilla desafiando todas las prevenciones sanitarias y climatológicas, esquivar ese sol que caía a plomo sobre el Tanatorio de Sancho de Ávila de Barcelona y atenerse a los rigores anticovid (ya saben, manos-distancia-mascarilla) para pasar una última tarde con Juan Marsé.Con el Marsé novelista y creador de la Barcelona literaria contemporánea, sí, pero sobre todo con el Marsé amigo. Con el padre, el abuelo y el marido.
«Era mi amigo, así que he venido a despedirme de él. Para mí era más importante su amistad que todo lo que haya podido escribir en su vida», destacó a las puertas del tanatorio el escritor Joan de Segarra, habitual de la tertulia del hoy desaparecido José Luis que Marsé compartía con otros escritores como Valentí Puig o Enrique Vila-Matas. Cosas del verano, o del coronavirus, o de una perfecta combinación de ambos, el trasiego de autores y personalidades literarias fue menor de lo esperado. También de periodistas, como si cada día se nos muriese uno de los grandes tótems literarios, el último mohicano de la novela del siglo XX, y la costumbre pudiese más que la pena.
Sí que estaba por ahí, quién sabe si para recoger oficialmente el testigo del maestro y firmar los papeles de la custodia del Pijoaparte, un Carlos Zanón a quien Marsé «enseñó a mirar literariamente desde fuera hacia dentro, desde los barrios a la ciudad». También Cristina Morales, ganadora del último premio Nacional de Narrativa y lectora voraz de Marsé cuando se mudó a Barcelona. A su lado, la editora de Anagrama, Silvia Sesé, lamentaba que el autor de «Si te dicen que caí» se hubiese ido sin llegar a ver publicada «Encargo», primera novela de su hija Berta que la editorial publicará en septiembre.
«Leyendo sus novelas podías conocer la condición humana. Una gran obra y un gran escritor», resumía a la salida de la capilla ardiente la consejera catalana de Cultura, Mariàngela Villalonga. Ella fue, de hecho, la máxima (y casi única: se esperaba también al concejal de Cultura del Ayuntamiento de Barcelona, Joan Subirats) representación institucional de una despedida tan discreta como la de Ana María Matute en 2014 e inversamente proporcional a las dimensiones de su legado literario. «Era uno los últimos artistas de una pandilla muy representativa para la cultura de Barcelona y Cataluña», dijo Joan Manuel Serrat tras dar el pésame a la mujer y los hijos del escritor. «Es una pérdida extraordinaria», lamentó el cantautor.
Una anécdota involvidable Sucedió cuando renunció al jurado del Premio Planeta cuando no estuvo de acuerdo con el dictamente que le dio el triunfo a Lucía Etxebarría con «Un milagro en equilibrio». En el turno de preguntas en la reunión final, el creador del Pijoaparte se apartó de aquel milagro de equilibrios que había sido el jurado del Planeta. Los otros hablaban y Marsé dibujaba en sus papeles; los otros hablaban y Marsé miraba en derredor como si la cosa no fuera con él; los otros dejaron de hablar y habló Marsé. Anunció que él no había votado a la ganadora. O sea, que no era responsable del milagro, ni del equilibrio. Como en «Rebelión a bordo», Marsé rompía la disciplina del navío planetario .