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Crónica

Cómo un virus puso al mundo en pausa

Diplomática dominicana en España relata, desde marzo hasta la reapertura, cómo se vivió la propagación del coronavirus

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Ligia Auristela Reid BonettiMadrid, España

Aquel 9 de marzo regresé a Madrid, desde Santo Domingo, justo a tiempo para asistir a un acto con motivo del Día de la Mujer en el Palacio de Santa Cruz, sede del Ministerio de Relaciones Exteriores. Fue una celebración festiva, a casa llena, aunque a sotto voce se comentaban los conflictos ideológicos causados por las manifestaciones del día anterior, acrecentados a causa del COVID y del posible estado de alarma.

En realidad, sí había encontrado el aeropuerto más tranquilo de lo habitual y, aunque noté más personas de lo acostumbrado con mascarillas, guantes y pañuelos como protección, en ese instante no le di importancia. De regreso a la embajada, ya reintegrada al trabajo, encontré una atmósfera inusualmente enrarecida. Las marchas del 8 de marzo pasaron a un segundo plano, porque lo que estaba en la mente de todos, giraba en torno a una incertidumbre causada por el virus.

Ahora, tres meses más tarde, hilando un poco los hechos, recuerdo que semanas atrás, a finales de febrero, en la feria ARCO, advertimos menos público. Y además, unos días antes se había cancelado el Mobile Congress, evento con múltiples vínculos asiáticos, que debía celebrarse el 27 de febrero en Barcelona. A pesar de que el epicentro del COVID-19 estaba en Wuhan y que la zona se encontraba en lockdown, el virus había escapado al control fronterizo. La Organización Mundial de la Salud (OMS) hablaba de posible pandemia. Italia estaba en alerta y nos llegaban numerosas noticias que nos hacían temer graves cambios por venir. Los eventos se desencadenaron en un breve lapso de tiempo. Tanto España, como las naciones al oeste de la península Ibérica, vivían en negación de la tragedia histórica que recién comenzaba, sin percatarnos de que el virus había llegado a Europa y, que hasta las costas americanas, estaban bajo una fatídica amenaza de propagación. Aún así, tardaron en sonar las alarmas oficiales a nivel mundial. Cancelaciones de eventos culturales, sociales, deportivos, religiosos e incluso, el cierre de centros de enseñanza, se adelantaron a los avisos de peligro.

Dos días después de mi llegada a Madrid, el estado de emergencia global era ya notorio. Ese martes, la embajada comenzaba a tomar ciertas medidas de precaución para proteger a su personal, mientras se definían las órdenes gubernamentales. El fin de semana entramos en cuarentena, un confinamiento en nuestras casas que, en principio, sólo duraría 15 días, pero en seguida se convirtió en tiempo indefinido.

Mientras el contagio avanzaba de forma exponencial, las fronteras cerraban y los últimos aviones regresaban a sus países llenos de pasajeros atemorizados por un virus invisible. A estas olas de viajeros se le sumaron los estudiantes a los que se les había vedado la asistencia presencial a clase y los que, para adquirir experiencia laboral, comenzaban pasantías en empresas españolas. Aquellos que se dilataron en reprogramar sus viajes de vuelta al país de origen, se quedarían en el limbo, lejos de casa hasta nuevo aviso.

El anuncio del estado de alarma y confinamiento concientizó a la población de tal forma que, al despertar, los supermercados, tiendas de alimentación y farmacias, se vieron abarrotados por una muchedumbre que buscaba abastecerse de papel de baño, de cloro y de alcohol.

Para el 30 de marzo la agenda política, cultural y comercial de la embajada, había sido aplazada sin fecha alternativa. Madrid, ciudad vital, de calle, terrazas, bares, restaurantes, tiendas, teatros, librerías, museos, baile y fiestas, se apagaba irremediablemente por ordenanza gubernamental y mandamiento global. Atrás quedaban aquellos paseos al salir de la embajada en los que, al cruzarte con amigos, saludabas con un par de besos y terminabas disfrutando del atardecer en una terraza. Las restricciones implementadas por el gobierno nos recordaron tiempos de guerra, parecidos a los que estudiamos en libros de historia y a los que nos contaban nuestros abuelos.

Hoy en día esta alusión de combate se vive de manera muy distinta. En el 2020 los verdaderos guerreros son los que arriesgan sus vidas para atender a los enfermos, para proteger a los ciudadanos y para ofrecer comida a los necesitados. A ellos se suman empresas y grupos de la sociedad civil que respaldan la promoción de la campaña #YoMeQuedoEnCasa que concientiza, sobre todo, a los más jóvenes frente al contagio del COVID-19. Asimismo, la implementación de múltiples cadenas de producción y distribución de material sanitario, clínico y alimentario, contribuyen a sobrellevar esta catástrofe.

IFEMA, el recinto en que se celebra FITUR, donde tan sólo unas semanas antes exhibíamos un escaparate con ofertas turísticas de nuestro país y recorríamos los demás pabellones dilucidando dónde ir las próximas vacaciones, ese lugar de ferias se convirtió, en poco más de 48 horas, en el mayor hospital de campaña de España para atender a los enfermos. Una nueva realidad nos atrapaba, era más que evidente. Hubo semanas en las que la cifra de contagios creció de forma vertiginosa y, lamentablemente, empezaron a producirse muertes a una escala inquietante. Las pérdidas continuaron y el distanciamiento social impidió que nos despidiéramos de aquellos que murieron a destiempo.

Ahora, cien años después de la I Guerra Mundial, recordamos que la pandemia de 1918 mató a más de 40 millones de personas y que, al igual que el COVID-19, arrasó con las poblaciones por las que pasaba, tanto en Europa como en América, sin distinción de fronteras. El traslado de tropas entre continentes, debido a la guerra, ayudó a que se propagara dicha gripe con mayor rapidez. España, al ser un país neutral, pudo no aplicar censura alguna y, por ende, se visibilizaron los efectos del virus, dándose a conocer como la Gripe Española.

De repente, confinados y sin poder escapar, descubrimos intereses para los que antes no teníamos tiempo. Una buena receta de cocina lleva a algunos, en clave de humor, a decir que estamos “confitados”. Zoom nos conecta con amigos y familiares que llevábamos tiempo sin ver y WhatsApp nos facilita la tertulia de mensajes, noticias, chistes y burlas del día a día a través de los diferentes continentes que ahora nos unen. El pasillo de casa sirve como gimnasio inmediato, un espacio donde recorrer kilómetros sin salir del hogar. El televisor se convierte en nuestra ventana al mundo y la computadora y el móvil en esos acompañantes imprescindibles que nos mantienen presentes con música, obras de teatro en vivo, visitas a los museos y conversaciones live sobre todos los temas imaginables. Los cambios en la agenda personal y laboral adquieren una dinámica y un propósito que permiten que, donde antes no existía una lectura del momento, esta surja y se incorpore al sinnúmero de descubrimientos y actividades de nuestro diario vivir.

Siguiendo la ingeniosidad italiana, los españoles salen a sus balcones o ventanas a las 20.00h a aplaudir, a cantar y a ofrecer conciertos en agradecimiento al personal sanitario, al policial, al civil y a aquellos que enfrentan esta crisis en primera fila.

Vamos acostumbrándonos a pocas salidas, únicamente las esenciales y siempre con mascarilla. Estamos aprendiendo a comunicarnos con la mirada. Prima el lavado de manos constante y la adición a ese preciado gel hidroalcohólico que tantas fábricas producen sin parar. La entrada y salida de casa conlleva un protocolo de higiene nunca antes vivido y, no obstante, cuando salimos tenemos miedo de cruzarnos con alguien, aunque estemos cubiertos y a más del metro requerido de distancia.

Y sin embargo, es gratificante ver cómo los países del mundo, con mayor o menor recursos, se unen para batallar a un enemigo común. Vivimos momentos que dan oportunidad a las instituciones gubernamentales de poner a un lado las diferencias partidarias, de continuar las conversaciones en busca de soluciones y de colaborar para llegar a un consenso de medidas curativas que se puedan implementar en beneficio de la humanidad. El triunfo sobre Covid-19, sin dejar al margen otras enfermedades, se logrará con el entendimiento de lo mucho que nos une y, de que aquello que afecta a unos, a la larga nos afecta a todos. No se puede ignorar el descalabro económico y la inestabilidad social que el confinamiento ha causado y, por ende, las numerosas incógnitas sobre el futuro. En España hay tardes que se alterna la música con caceroladas y protestas desde los balcones. Queda claro que ésta es una sociedad que cuenta con un respeto, una solidaridad absoluta y una voluntad para el sacrificio, factores necesarios para lograr que se recupere la población.

Es un hecho que nuestra reclusión nos ha limitado, pero también nos ha permitido valorar lo que antes nos pasaba desapercibido, como el despertar de la naturaleza con sus múltiples matices o el abrazar a nuestros seres queridos. La ciudad comienza a abrir sus puertas y los negocios nos invitan devuelta. El bar de la esquina pone flores frescas en las mesas y el panadero saluda con placer. Se percibe un entusiasmo colectivo, la gente está ávida de pasear y de conversar, a pesar de la necesidad de cautela que impera y que ensombrece el ambiente.

La vitalidad del verano llega y, con un mundo en paro, apreciamos la repercusión del latido y el compás de la gran ciudad que es Madrid.

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La autora es ministra consejera de la Embajada de la República Dominicana ante el Reino de España