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Letras: Narrativa

Agota Kristof: la escritora a la que no le interesaba la literatura

Un recorrido crítico a través de tres novelas (El gran cuaderno, La prueba y La tercera mentira) de la autora húngara Agota Kristof (Csikvánd, 1935-Suiza, 2011), en las que mediante la eficacia narrativa muestra el horror de la guerra –la Revolución húngara, 1956–, con personajes sórdidos,

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EVE GILTomado de La Jornada Semanal

Agota Kristof era una joven casada con un profesor de historia que en sus tiempos li­bres leía en húngaro, la única lengua que conocía, pero expe­rimentó el impulso de escribir. De pronto, la Revolución Hún­gara de 1956 fue aplastada por el Pacto de Varsovia y tuvo que salir huyendo junto con su es­poso y su hija, una bebé de ape­nas cuatro meses, con rumbo a Suiza. De ser una chica cultiva­da pasó a convertirse en analfa­beta, pues desconocía por com­pleto las lenguas del idioma del país que la adoptaría: alemán, francés e italiano. Se vio for­zada a trabajar en una fábrica para subsistir y, al cabo de cin­co años de sufrimiento, tomó la decisión de abandonar a su ma­rido, llevándose a su hija, y de esforzarse por aprender el idio­ma elegido hasta dominarlo: el francés. Se encontraba a mitad de dicho proceso cuando se im­puso escribir poesía y teatro en esa lengua. Estos ejercicios, que resultaron más que válidos, le permitieron concretar una no­vela titulada El gran cuaderno, publicada en 1986. No es una obra maestra. La narración se siente un poco dislocada y pre­surosa, se advierte.

Lla intención de “contar una historia” sin ocuparse mucho de los recursos literarios. Cuando en su segunda novela menciona a un sepulturero comiendo to­cino con cebollas ante una tum­ba abierta, no pude evitar pensar que esa sería la forma más clara de describir el estilo de esta au­tora. Con todo, El gran cuader­no es una magnífica historia en la que, tal vez por la radical au­sencia de poesía, las terribles vi­vencias que van fortaleciendo –o insensibilizando– a los prota­gonistas adquieren un realismo tosco y bárbaro. No se advierte ningún rasgo autobiográfico. No descartemos, sin embargo, que la autora haya conocido a un par de niños parecidos, o que les ha­ya traspasado aspectos de su bio­grafía, incluso de su personali­dad.

Los gemelos de El gran cuaderno Ante la inminente invasión de su país, nombrado con la inicial k., la madre de los ge­melos, a quien se describe sen­cillamente como “una joven hermosa”, opta por suplicarle a la abuela de los críos que se haga cargo de ellos mientras puede regresar a recuperarlos. Esto, aunque salte a la vista que no existe ninguna relación afectiva entre ellas. La vieja campesina, que no luce como madre de “la joven hermosa”, se refiere a los muchachitos co­mo “hijos de perra”. Con todo, termi­na quedándose con ellos. La actitud inicial de la abuela hace esperar una existencia infernal para niños y, aun­que en principio son sometidos a du­ras faenas domésticas y bañados de insultos, no parece ser nada que Lu­cas y Claus no puedan soportar. Con el tiempo, se van volviendo indispen­sables –que no amados– para la mal­encarada anciana, quien, se dice en el pueblo, envenenó a su marido y lo sepultó en el jardín. A los chiquillos no parece importarles ni las leyendas en torno a la abuela (que podrían ser ciertas, pero tampoco les interesa), ni la forma en que se dirige a ellos. Comida no falta. Vino tampoco (los muchachitos son bebedores preco­ces y por la noche se escapan para cantar en cantinas de mala muerte). Poco a poco van edificando un mun­do personal.

El gran cuaderno del título es su refugio y su trinchera. Un viejo cua­derno, adquirido en una polvorien­ta papelería, la única del pueblo, donde se han suspendido las clases por la guerra, aunque eso no afecta mucho a los gemelos que también son profesores uno del otro. Sus úni­cos amigos son ellos mismos. Lo más cercano que tienen a una amiga es una adolescente ninfómana y de es­casa inteligencia, que cuida abnega­damente de su propia abuela e inicia a ambos en los escarceos sexuales. Siempre juntos, viven las mismas ex­periencias… de hecho, la historia es narrada por ambos, como si habla­ran al unísono o fueran un mismo personaje o, más interesante aún, no se distinguiera quién toma el relevo sobre El gran cuaderno, uno de los aspectos destacables de la novela.

La muchachita flaca no es la única mujer que contribuye a su precoz in­cursión en el sexo y ellos simplemen­te se dejan llevar por la promesa de unas golosinas. Son tiempos de gue­rra, de habituarse al olor de la muer­te. ¿Qué puede significar el sexo en una situación como ésa, en la que no se tiene la certeza de estar vivo al día siguiente? La madre cumple su pro­mesa de regresar por ellos. Lo ha­ce acompañada de un apuesto mili­tar, que no es su padre, y un bebé en brazos: su media hermana. La abue­la, que antes los acogió de mala ga­na, se niega a devolverlos. Los niños le suplican que se vaya tranquila, que están muy bien con la abuela. Pero la mujer insiste en llevárselos. Justo en ese instante estalla una bomba en el jardín. La abuela hace lo posible por impedir que contemplen aquella te­rrible escena de la madre y la her­manita destrozadas, pero ellos se las ingenian para rescatar los restos: “du­rante meses, pulimos y barnizamos el cráneo y los huesos de nuestra madre y del bebé, después reconstruimos con mucho cuidado los esqueletos uniendo cada hueso con trocitos de alambre fi­no …” Los hermanos lucen indiferen­tes ante esta escena, aunque optan por conservar las osamentas de ambas. Los horrores continúan apilándose, y aunque no parezca ser la intención de la autora, la frialdad con que son narrados roza el humor negro. Final­mente, uno de los hermanos toma la decisión de cruzar la frontera junto con otro recién llegado: el padre. No se sabe si fue Lucas o Claus.

De La prueba a La tercera mentira Aunque El gran cuaderno es una novela más emocionante, La prueba es mucho más. La amora­lidad de la infancia nunca se esfu­ma del todo. Acoge en su casa a Yasmine, una joven con un hijito discapacitado, y acepta que ella le pague su amabilidad con sexo.

El pequeño Mathias, pese a su se­vera desventaja física, posee una in­teligencia equiparable a la del año rado gemelo de Lucas, aunque con un candor del que Claus carecía. Im­pulsado por el amor paternal, Lu­cas compra la papelería en la que él y su hermano se surtían de cua­dernos y lápices, y se muda a la ca­sa mucho más amplia de Víctor, ex­propietario del negocio. Además, inscribe a Mathias en la escuela. El muchachito padecerá toda clase de abusos a manos de sus compañeros de clase, los cuales no reconoce an­te su padre adoptivo no por hacerse el valiente, sino porque teme que és­te, en su afán de protegerle, le im­pida continuar asistiendo a clases. Lucas, nada tonto, parece leerle el pensamiento a Mathias y opta por hacerse visible como padre del ni­ño de la manera más amable posi­ble, y adapta la papelería como un lugar de recreo para chiquillos. No imagina que esta idea, que al prin­cipio da buenos resultados, termi­nará en tragedia para Mathias y, por ende, para él mismo.

La tercera mentira (1992), escri­ta con un carácter mucho más lú­dico que sus antecesoras, y si bien comienza justo donde concluye la anterior, advertiremos, no sin sor­presa, cómo su trama toma direccio­nes contradictorias, al grado de ca­si negar las historias previas. No creo que sea casualidad que aparezcan personajes con nombres idénticos a los de personajes de El gran cuader­no y La prueba, que resultan ser per­sonas completamente distintas. En medio de la frenética búsqueda de su gemelo, de quien la gente le ofre­ce versiones contradictorias, se nos presenta la posibilidad de que Claus sea en realidad Lucas, es decir, que hayan pactado intercambiar identi­dades en algún momento que nunca se especificó. Más aún: que no se tra­te de gemelos, sino de un solo perso­naje que lleva ambos nombres: Lu­cas Claus.

El sentido del sinsentido

Estas tres novelas, reunidas recientemente en un solo tomo por Libros del Asteroide, con la traducción de Ana Herrera y Ro­ser Berdagué, además de pre­sentarnos múltiples facetas de la guerra que asoló el país natal de la autora, son una muestra de su evolución como escritora.

Lo que no cambia de un libro a otro es la sordidez con que Kristof expone los horrores de la guerra, sin escatimar el tipo de palabras hechas para narrar lo inenarrable. Ella lo atribuye a su gusto por la dramaturgia, que parece superar al de las nove­las: “Diálogo puro. Lo justo, sin relleno ni grasa. ¿Para qué dar vueltas? ¿Para hacer literatura? No me interesa la literatura.” Poco antes de morir, el 27 de julio de 2011 ya había dejado de escribir pues, según declaró en alguna entrevista, “no tengo ga­nas, no le encuentro sentido”.

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