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La Vida

Madres por la Patria

Un ángel en la cuarentena: Juana Hernández, la historia de una mujer valiente y generosa

Luis Alberto Hernández junto a su madre Juana Hernández.

Celeste PérezSanto Domingo, RD

Una angosta escalera en una humil­de barria­da de Cris­to Rey conduce a la morada de Juana Hernández. En­contrarla fue fácil, todos en el sector la conocen por su carisma, su alegría y por su obra. Allí, pese a cualquier circunstancia externa, el re­loj retumba cada día a las cuatro de la mañana como un aviso de que la vida debe continuar.

A Juana la generosidad le brota por los poros. Sus ojos brillan y confiesan el secreto de la sonrisa que se esconde tras una mascari­lla. A pesar de las precarie­dades económicas que sal­tan a la vista, la sensación de paz inunda el alma. Des­de la sala se escucha la car­cajada tierna de su vástago de ocho años, Luis Alberto, quien disfruta en un sillón de una serie animada en la televisión, un tanto ajeno a la realidad que vive su pro­genitora.

De niña Juana aprendió mucho de su madre Josefa, una vendedora ambulante que junto a su esposo levan­tó a cinco hijos. En su me­moria atesora un recuerdo en particular: “Vivíamos en un sector muy pobre cono­cido como Pablo Sexto. Mi papá vendía tomates en el Marcado Nuevo, ella dulces en una bandeja. Cada tarde cuando regresaba a la casa regalaba a los vecinos par­te de la mercancía, a pesar de que podía venderla al día siguiente. Con ese ges­to entendí que la generosi­dad no es dar lo que te so­bra, es compartir de lo poco que tienes”.

La poliomielitis le afec­tó la pierna derecha y le de­jó como secuela un pade­cimiento de anemia. Pero la escasa movilidad no ha detenido su ruta. Contagia con su optimismo y minimi­za los obstáculos. “Esos días en los que mis padres sa­lían a trabajar mi hermana Juana Francisca me cuida­ba con amor, ella me ense­ñó que una discapacidad no determina la distancia que puedo recorrer”, rememora con nostalgia. Con ese ím­petu y apoyo familiar deci­de estudiar y se graduó de bachiller.

“Algunas cosas no salen tan bien cuando eres ma­dre soltera. Una etapa de mi vida fue complicada, frustrante y hasta aterra­dora. Como no tenía tra­bajo vendía empanadas, pastelitos y croquetas en el barrio. Mi hijo me acom­pañaba cuando termina­ba la escuela porque quie­ro que aprenda el valor del trabajo honesto. Mu­chas noches llegué a acos­tarme solo con un vaso de agua de azúcar en el estó­mago, porque un plátano que conseguía se lo dejaba a Luis. Yo sé lo que es pasar hambre y sé perfectamente lo que es ver a tu hijo con hambre, eso es aún peor”, recuerda sin poder conte­ner el llanto.

El silencio agudiza un nudo en su garganta, respi­ra profundo, y con una per­fecta dicción explica que por año y medio trabajó en un supermercado, pero fue suspendida porque sus la­bores correspondían a un programa que apoya per­sonas con alguna discapa­cidad y el tiempo era limi­tado.

“Ahí tuve la oportunidad de hacer un curso de paste­lería en Infotep. Mi hijo me acompañaba a las clases para no dejarlo solo, ahora le gusta la cocina, ayuda a cortar las galletas y me da consejos de seguridad”, se enorgullece al contarlo.

Una obra solidaria Un caldero reposa sobre el fuego, es día de cocina. “Es­te anafe es prestado, mi es­tufa está dañada”, aclara mientras trabaja en un pe­queño y caluroso espacio. Juana ha dado vida a una obra que marca una autén­tica huella solidaria en la cuarentena: Distribuye ali­mentos a los agentes de la policía que verifican el cum­plimiento del llamado a to­que de queda, y a algunos indigentes que caminan por el sector.

“Trabajaba en una he­ladería cuando se agudi­zó la pandemia, además hacia bizcochos y picade­ra por encargo. Mis labores se pusieron en pausa, pero yo tenía un deseo inmenso de ayudar a otros, no sabía cómo, ni tenia recursos pa­ra hacerlo. Pedí a Dios ilu­minación y conversando con una amiga se me ocu­rrió utilizar un trigo que ha­bía guardado para hacer al­gunos quipes y croquetas, compré platos y salí a repar­tirlos con una mascarilla, desafiando el temor de que me apresaran, o que me contagiara del virus”.

Esa noche junto a su ve­cino Julio César, donó 120 raciones de comida, y desde entonces no se ha detenido. “Dios provee, no ha faltado alimento. Para mi sorpresa otras personas se han unido a la causa”. Sin proponérse­lo, Juana se ha convertido en ‘el ángel de la cuarente­na’ y decenas de moradores de la zona la esperan para saciar su hambre.

¿Y cuando termine la cuarentena? “Espero volver a mi tra­bajo en la heladería, ins­cribirme en un curso de picadera salada en In­fotep porque mi deseo es instalar una pequeña panadería. Voy a seguir ayudando a los que me necesiten, poco a poco con lo que consiga. Dios me mostrará el camino. Trabajaré sin descanso y con honestidad para que mi hijo, mis padres y mi hermana, se sientan or­gullosos, esa mi mayor ilusión. Me esfuerzo para que Luis vea que no hay limitación que te deten­ga cuando tienes a Dios en el corazón”, concluye esta madre, un verdade­ro ejemplo de valentía y amor.