LIBROS
Literatura: Cuentos completos, de Robert Louis Stevenson
Es bastante más que un talento. Sospecho que hay allí algo mágico: mágico por los resultados que produce; mágico porque no hay explicación posible de ese encantamiento. Estoy hablando del placer inacabado de leer las historias escritas por Robert Louis Stevenson: uno entra en una especie de epifanía, el cuento toma posesión del lector y no lo suelta. El lector, feliz, está atrapado en otra dimensión en la que el tiempo no se nota. Simplemente no puede detenerse merced a la manera que Stevenson tiene para seguir los avatares de lo que cuenta.
El volumen se titula Cuentos completos y tiene 1018 páginas. Es un libro de bolsillo fácil de manipular, liviano pero, a pesar de su nombre, no cabe en ningún bolsillo. La definición de ‘cuento’ del compilador –que supongo que es el mismo traductor, Miguel Temprano García– es bastante elástica y ayuda mucho a la voracidad inagotable del adicto lector que no puede detenerse. Además de cuentos, medidos por su extensión, hay aquí otras historias que sobrepasan la extensión mínima de la novela corta. Entendámonos: no conozco un límite numérico exacto; discutir si determinado texto es un cuento largo o es una novela corta es tan útil como discutir acerca del sexo –o los sexos– de los ángeles. A manera de aproximación, y con base en la extensión mínima que exigen algunos premios de novela corta, yo diría que la frontera está en las cien páginas. El caso es que el compilador de estos Cuentos completos decidió incluir como cuento una de las más perfectas novelas de la historia y eso lo interpreto como un regalo que el editor le hace al lector, a sabiendas de que ese gozoso lector disfrutará, sorprendido de encontrarlo allí, ese prodigio que es El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde.
Un examen simplista –que es el más frecuente– tiende a convertir en arquetipos a Henry Jekyll y Edward Hyde. Jekyll el bueno y Hyde el malo. Pero no es así. Hyde es malo, es más claramente malo que lo bueno que puede ser Jekyll. Al final, cuando se confiesa, uno descubre el placer que le daba a Jekyll tomar la poción para convertirse en malo, en Hyde: “me sentía más joven, más ligero y más cómodo en mi cuerpo, y en mi interior notaba una electrizante osadía, una corriente de imágenes sensuales y desordenadas que pasaba por mi imaginación como el agua por un molino, una disolución de los lazos del deber y una desconocida, aunque culpable, liberación del alma. Nada más degustar esta nueva vida, supe que era más malvado, diez veces más malvado…”. Aquí es inevitable la misma pregunta pero al revés: ¿de dónde un malo puro como Hyde saca fuerza moral para tomar la poción y reversar a ser el ‘bondadoso’ doctor Jekyll?
En general, los cuentos de Stevenson funcionan como mecanismos de relojería; el lector experto en el siglo XIX adquiere cierto instinto para saltarse ciertas descripciones de las novelas de esa época, cuando los novelistas sacaban de vacaciones a la inteligencia y dejan al pobre lector bostezando en mitad de unas páginas en las que no pasa nada. Con Stevenson no se puede hacer eso. No sobra ninguna palabra. Y si muchos críticos coinciden precisamente en elogiar el poder descriptivo de las palabras del escocés, qué no decir de los retratos que hace. Por ejemplo, en algún cuento aparece François Villon, el gran poeta francés: “el poeta era un despojo humano: moreno, bajo y delgado, con los pómulos hundidos y el cabello fino y rizado. Sus veinticuatro años lo llenaban de animación febril. La codicia había formado arrugas alrededor de sus ojos y las sonrisas malévolas habían deformado su boca. Su rostro tenía una expresión entre porcina y lobuna. Era una cara elocuente, aguda, fea y mundana. Movía sin parar las manos pequeñas y prensiles de dedos nudosos en una especie de violenta y expresiva pantomima”.
Bueno, ni usted ni yo vimos nunca a Villon pero, estoy seguro, usted y yo sí hemos visto varias veces al burócrata que retrata Stevenson: “el espíritu de su cargo había impregnado a toda su persona. Transportaba su barriga como si fuese algo oficial. Siempre que insultaba a un ciudadano normal y corriente tenía la sensación de estar adulando al gobierno al mismo tiempo. Su falta de dignidad y un arrogante sentido del deber lo convertían en un hombre brutal. Su oficina era una madriguera en la que los viandantes oían al pasar las groseras exclamaciones, no de la ley, sino del gusto del comisario”