Artes visuales
Adiós, Alberto Houellemont, artista, amigo
Carlos Alberto Houellemont nació en 1939 y falleció el pasado miércoles 15 de marzo, 2020, de un infarto súbito, según sus familiares, a la edad de 81 años.
Fue Doctor en Derecho por la Universidad Autónoma de Santo Domingo y realizó Post-Grado en Planificación y Desarrollo, integrando el grupo pionero que el Secretariado Técnico de la Presidencia formó en la administración de Antonio Guzmán Fernández (1978-1982). En 1967 ingresó al taller de Yoryi Morel, completando una formación pictórica autodidacta iniciada con su hermano Iván (Desvignes) Houellemont.
Confesamos con orgullo, que fue nuestro amigo. Uno entrañable, de esos que escasamente regala la vida.
Ser amigo de “Cabeco”, como les llamábamos sus amigos, planteaba retos a la paciencia y a la inteligencia. ¿El resultado? El premio de la fidelidad y el afecto incondicionales de uno de los hombres más libérrimos e íntegros que hayamos conocido.
Ingresar al mundo afectivo de Cabeco era todo un premio. Las mañanas de los sábados y domingos en su taller devenían en una tertulia natural, impensada, no programada por alguien.
Un Platón, con su mayéutica en manos, parecía Houellemont: elaboraba un discurso o idea sobre algo de su preocupación, desencadenando una racha de opiniones al final de las cuales quienes habían “caído” allí resultaban edificados, enriquecidos.
Mi amistad con Houellemont y mi estima por él, como persona, y su obra no eran previsibles para quienes esperan una valoración del arte ejercida desde fuera de los contextos sociales y los espacios de historias culturales disrruptivas y bullentes.
Cabeco llegó tarde al arte. En los años setentas. Quizás como fauno —al modo de Alberto Ulloa—, quizás como sobreviviente.
Es sabido que los hombres podemos sobrevivir a varias muertes, anteponiendo las fortalezas y riquezas que anidan en el alma y definen nuestra calidad humana, de seres actuantes, sensibles y pensantes.
Abogado, también fue uno de los primeros dominicanos formados académicamente y fuera del país, en Planificación y Desarrollo. De modo que Houellemont tenía que ser, forzosamente, un pintor y un intelectual litigante. Y Junto a ello, la sorpresa: ¡Qué enorme humildad disfrazada de prepotencia!
Es que el litigio definía el contenido de sus afectos. Sólo si te quería o apreciaba litigaba contigo para terminar arrodillando ante ti su cariño. Lo movía un ansia insaciable por asimilar y comprender los cambios de paradigmas sociales, los conceptos sobre la vida, el universo y las artes. Hambre y amor por el conocimiento y lo bueno lo marcaron profundamente. Lo movía la sensibilidad por la justicia y la esperanza de vigencia de lo cultural, la música y el arte en la vida de la gente.
Educado en una familia de orígenes franceses, Houellemont amó a Francia y lo francés desde la isla y sus distancias. De hecho, siempre me pareció un post impresionista insular varado en el tiempo, fuera de espacio: sin justificación histórica. Preso en una estética de valores cambiantes, que le jugaba la contraria —destino según los griegos— avanzando al revés de sus interiorizadas esperanzas y preferencias.
Si cada nación tiene su propia historia y un epílogo que la clausura, la obra que lega Alberto Houellemont es el colofón de la Escuela vernácula de Santiago.
Cabeco ilustra, sobradamente, la reticencia de una historia que permanece inmóvil incluso como historia ajena; la que se desea vivir y se vive a contra pelo del tiempo porque ocurrió nunca y que gracias a su arte logra existir extemporánea y dislocada.
Pero original y bella, en la cáscara de unos heredados arquetipos.
Decorativa y complaciente, en sus significados de expresión libérrima.
Un contrasentido. Humanamente trágico pese a su hálito festivo.
Su obra era dislocación extemporánea en el mundo pictórico. Tan fuera de espacio y tiempo que no era siquiera verista. Él no pintaba campos y paisajes al “aire libre” como los franceses de la Escuela de Barbizón o hubiese deseado Yoryi Morel. Tampoco replicas de ellas. En su obra coexistían las estampas, mundo derivativo de la cultura libresca adquirida y la desarrollada por él, nacidas del gozo por la imagen, del fetichismo por lo no tenido, A su tesitura caían los holandeses, con tenebrismos que eclosionaban en blancos, carmín y amarillos. Intensamente terrales y verdosos, los hizo Houellemont, llenándolos de luz, materia y ritmo. Desde ese anacronismo, extendió la vigencia en la historia del arte nacional de las herencias de su maestro Yoryi, a quien llevaba venerado y perfumado en el alma y el recuerdo.
La obra de Houellemont es esa que, hasta él, el arte dominicano no tuvo. Única. Libérrima al extremo. De rítmico cromatismo, de trazos impensados y desinhibidos; luminosa hasta el blanco absoluto, oscura hasta el negro profundo.
Y él, un ser humano de radical integridad; solidario y comprometido con lo mejor que los dominicanos han podido desear para los demás y para sí mismos.