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PRENSA JOVEN

En los zapatos de un joven sin hogar

Viste un camisa a medio remendar y un par de pantalones cortos que poco hacen para cubrir la piel que ya tiempo atrás quedó curtida por el inclemente sol del malecón. Se llama Jansel y tiene 15 años. A esa tierna edad es otro de los tantos adolescentes que huyendo de vidas disfuncionales han convertido las calles en su hogar.

No muy lejos de los lujosos hoteles, casinos y otras tantas atracciones turísticas que componen al Malecón, se encuentra un pedazo donde los arrecifes separan tierra y mar. Es aquí donde una cueva de piedra caliza sirve de refugio diario para Jansel y otros adolescentes de su misma edad.

Ahí dentro el aire se vuelve denso; el frío, ineludible. Un cúmulo de basura se apila en un extremo mientras que en el otro un trozo de cartón hace de cama y manta para los inquilinos de este tan inhóspito lugar. Hoy los refugiados son seis, pero a veces pueden ser más.

A Jansel lo conocí no muy lejos de allí. Aquel domingo por la tarde Güibia se encontraba repleto de personas que disfrutaban del paisaje y la música tropical, en ese perpetuo estado festivo que tanto lo caracteriza. Bajando el bulevar, en dirección hacia el Parque Eugenio María de Hostos, me encontré con él por primera vez.

Inmediatamente me vio llegar preguntó “Jefe, ¿quiere que le ponga bonitos los zapatos?”. Cuando le expliqué que solo quería hacerle unas preguntas sobre su vida, asintió con la cabeza y tímidamente me ofreció como asiento su caja de limpiabotas.

Por un sólido minuto no hubo más que silencio. Él seguro por lo extraño del encuentro; yo en cambio luchando con las trabas de cómo navegar por las posibles cicatrices emocionales que sus tristes ojos delataban.

Opté por emplear un ángulo distinto y preguntarle primero por sus intereses. No cabe duda de que aún es un niño. Le gusta el baloncesto y Lebron James, jugar en la playa cuando hace calor. Me cuenta con entusiasmo que hace unos días montó bicicleta y habla de ello por un buen rato.

Pero al momento que pasamos a preguntas más series sus respuestas se vuelven cortas y directas.

“¿Donde duermes?”. “Allá en Gu¨ibia”; “¿Cuánto tiempo hace que vives ahí?”, “No tanto”; “¿Y tus padres?”. No hay respuesta. Solo niega con la cabeza y esquiva mi mirada.

Fue entonces cuando se distrajo con una familia que vio caminando por la acera que se encontraba frente a nosotros. Se levantó y dijo “Déjame ir donde esos turistas”. Cuando regresó, le pregunté qué tal, y en esta ocasión es un poco más suelto con sus respuestas.

Cuenta que le gusta tratar con los turistas. A veces le dan comida, y se interesan sobre su situación de vida y otras precariedas.“Son buena gente”, puntualiza.

También habla de otros que deambulan sin hogar por las calles y que se aprovechan de su mayor edad o estatura para arrebatarle el poco dinero o pertenencias que tiene.

Me explica que pese a pasar la mayor parte de su tiempo deambulando en el malecón, tambien se dedica a limpiar zapatos en otros sectores como Los Guarícanos, la Lincoln, y la 27 de Febrero, en cuyos alrededores, cuenta emocionado, ha encontrado un nuevo lugar donde dice “si se limpia de verdad”.

En una buena semana afirma puede ganarse hasta mil pesos.

Pero hoy no ha contado con tanta suerte: la noche ya se siente caer y solo ha recolectado 85 pesos. Cincuenta de ellos por sus servicios de limpieza (por los que cobra 25 pesos por encerada) y lo demás de peatones que le han dado algunas monedas que cargaban de sobra en sus bolsillos.

Me sugiere que nos vayamos a otro lado en busca de un mejor negocio.

Mientras caminamos en dirección hacia Güibia, pasamos delante del restaurante Adrian Tropical. Dentro las mesas están repletas de comensales, muchos de ellos en familia, que a simple vista se nota han salido a disfrutar a lo grande su fin de semana.

Por un instante la mirada de mi acompañante se pierde entre los cristales transparentes del local, un reflejo quizá producto del hambre o de la añoranza de lo que es tener una familia.

Percibiendo una posible oportunidad, una muesca en su impenetrable armadura de silencio, vuelvo a hacerle la pregunta que tan severamente eludió unos minutos antes: “Y tus padres, dónde están”.

El relato que finalmente me confiesa es un vivo retrato de lo injusta que a veces puede llegar a ser la vida.

Entre la huída y el abandono

Dos años atrás vivía en Villa Liberación, junto a su madre y la pareja de ésta, en una vivienda donde los abusos verbales y físicos hacia su persona no faltaban. Dice que su madre era buena hasta que conoció a “aquel tipo”.

Un día decidió huir de allí con la ciega esperanza de que aquella mujer que le había regalado la vida fuera en su búsqueda y le reafirmara, aunque solo fuera con su preocupación, que aún lo quería. Pero eso jamás ocurrió.

Por un año entero deambuló aceras, recorrió callejones, se alojó en casas hogar y huyó de estas; durmió en bancos de cemento, tembló de frío bajo la lluvia, vio su piel bautizada por el destello del sol; conoció lo que es el hambre, el miedo, la soledad.

Finalmente, y ya rendido, optó por regresar al que alguna vez había sido su hogar. Fue entonces que se topó con una terrible sorpresa. La casa llevaba tiempo vacía: su madre se había mudado hace mucho. Ninguna dirección había sido dejada a su espera ni ningún vecino pudo confirmarle a dónde había ido a vivir. Por vez primera se sintió verdaderamente solo.

Hoy, a más de un año de aquel triste día, asegura que no se arrepiente de su decisión inicial de huir de aquella vida, y si lo hace lo disimula bastante bien.

Ahora prefiere vivir solo aunque su hogar sea una cabidad de tierra donde jamás penetra el sol.

Acaecida la noche me despido de él y le digo que se cuide.

El malecón se siente más callado que de costumbre, y mientras me alejo se me parte el alma de solo pensar en el frío que aquel niño sentirá esa y Dios sabe cuantas otras noches.

CIFRAS

De acuerdo al programa “Un país para la niñez” del Fondo de las Naciones Unidas Para la infancia (Unicef), actualmente entre 1,500 y 2,000 niños viven en calles de la República Dominicana. De estos, aproximadamente 500, se cree, viven en las calles de la capital de Santo Domingo.

La pobreza, el maltrato, y la ausencia de núcleos familiares estables, se consideran las mayores causales de estos hechos.

Según el mismo estudio en el 67% de los hogares dominicanos se utilizan los castigos físicos y psicológicos para disciplinar a los hijos.

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