La Vida

DE TRABAJADORA SEXUAL A REPOSTERA

Su cuerpo: ¿Fuente de trabajo?

Detrás del mostrador de su pequeña repostería estaba ella. Bañada en sudor. Con una sonrisa franca saluda mientras se apresta a salir al otro lado del negocio para compartir su historia. “No me avergüenzo de lo que fui”, inicia diciendo sin esperar pregunta alguna. “Gracias a mi cuerpo hice profesional a mis dos hijos, y hoy en día tengo un negocio que me da hasta para ayudar a mis hermanos que son más pobres que yo”, cuenta Betsaida Rodríguez, una extrabajadora sexual que narra la historia que hay detrás de su progreso.

Con pantalón holgado de color negro, una blusa azul bien cubierta, el pelo atado con un gancho rojo que se arreglaba a cada instante, hablaba de su vida sin reserva. “El haber quedado huérfana de madre a los 10 años, siendo la mayor de cinco hermanos, y teniendo como padre a un hombre que prefería una botella de ron a encargarse de sus hijos me llevaron a prostituirme”, cuenta con evidente tristeza.

Ya a los 13 años andaba en la calle, y había iniciado una vida sexual que más tarde se convirtió en su “fuente de trabajo”. 

((Salida Falta de apoyo Cuenta su historia sin querer justificar su elección. “No es que quiera defenderme por haber decidido dedicarme a esa vida, pero no tenía opción. Yo era muy joven y estaba desprotegida”, lo cuenta mientras camina hacia el fregadero que hay en su pequeño negocio.

Betsaida no es la única que ha dejado lo que ella llama “el mundo de la oscuridad y el placer”, por un mejor estilo de vida. Conoce a otras que han salido y que se han dedicado hasta a las labores domésticas. Otras han retomado el oficio luego de salir y no encontrar oportunidades, dice. “Pero no es por criticarlas, creo que lo que pasa es que se desesperan y no encuentran apoyo, y además, todo el mundo las señala”, comenta.

Su reacción la fundamenta en el hecho de que se ha dicho que se está trabajando para ayudarlas y a veces no es así. “Lo mejor es que ustedes busquen su oportunidad por su propia cuenta”, recomienda.

“No hay obstáculos que impidan el progreso” A Betsaida Rodríguez todo el mundo la quiere en el sector donde vive porque “es una mujer que sirve hasta para remedio”, dice su amiga Antinia Pacheco. Ella conoce su pasado, pero poco le importa. La ha visto “fajarse como un hombre” a trabajar cargando fundas de cemento, block, arena y todo lo necesario para construir su pequeño negocio.

“Cuando llegué a este barrio hace seis años, alquilé una pieza al lado de Antinia, que es hoy mi mejor amiga y empleada. Estaba haciendo el curso de repostería porque una señora a la que fui a limpiarle su casa me dijo que nunca es tarde para ponerse a estudiar”, comenta haciendo énfasis en que para entonces no había dejado de ser una trabajadora sexual.

Aunque se acostaba tarde, siempre se ha levantado temprano. Algunas mañanas aprovechaba para “hacer algunas chiripas”. Fue en una de esas que conoció a la que se convirtió en artífice de su nueva vida: la señora que le recomendó estudiar.

Haciendo ademanes que dejan clara su timidez, sigue su relato. “Me fui con ese consejo en la mente y al día siguiente, como algo del destino, una amiga me dijo que haría un curso de repostería y le pregunté las condiciones. Me las dijo y me motivó para que me inscribiera. Dios me fue abriendo los caminos, y mis hijos, que como te he contado, son abogados los dos, estuvieron de acuerdo. En los primeros tres meses yo seguía haciendo mi trabajo, pero después me fui concentrando en los estudios. Conseguí un trabajito en una panadería y fui aprendiendo más y más”, cuenta.

Betsaida rendía cuentas de su trabajo a una persona que no quiso citar. Tenía que darle un por ciento del dinero que recibía de parte cada cliente. “Cuando le dije que no volvería a desempeñarme como trabajadora sexual, se molestó. Me amenazó con no dejarme en paz. No se lo conté a mis hijos para evitar problemas. Decidí apartarme del barrio”, relata con una nostalgia que deja aflorar a través de sus lágrimas.

Se levanta de la silla para atender a un dependiente que fue a su negocio en búsqueda de un pedazo de bizcocho. “Atiéndalo, no hay prisa”. Lo tomó literal. Duró alrededor de 10 minutos buscando menudo para devolverle.

Regresa y, sin pedir disculpas por su ausencia, se sienta de nuevo. Esta vez, voltea la silla para poner sus brazos sobre el espaldar. “Hay cosas que aún tengo que corregirme”, reflexionó, tal vez sintiéndose acusada por las miradas inoportunas a su práctico accionar.

“Pues, ¿dónde íbamos?”, preguntó, respondiéndose ella misma: “Okey, te hablaba de mi mudanza. Y mira corrige bien lo que te estoy contando que yo hablo con muchas ‘s’, bueno”, se ríe. “Y nada, me mudé en una calle que está cerca de aquí, terminé mi curso, me he dado muy buena en la repostería, y se presentó la oportunidad de comprar este pequeñito solar, y me metí en el lío, muchacha. Yo soy ‘arretá’, ¿eh?”, detalla con un explícito orgullo.

Antes de tomar la decisión se lo contó a sus hijos. Luego visitó a su amiga Antinia. “Y tú sabes lo que me dijo esa fiera, como yo la llamo, que sí, para ella trabajar conmigo que no tenía cuartos ni talento para hacer nada. Nos reímos muchísimo. Yo me hinqué a darle gracias a Dios por ofrecerme esta oportunidad de vida”, esta vez guardó la risa para dar paso a un llanto que contagió a su amiga y empleada.

“Yo lloro con ella porque yo sí sé lo que esa ha pasado. Se ha mantenido cogiendo prestamitos para poder pagar los 60,000 pesos que dio por el chin de tierra, pero lo que importa es que es de ella. Sus hijos le han salido buenos, y la han ayudado en lo que han podido, pero ellos no son ricos”, interviene Antinia en lo que Betsaida se repone.

Su vida con sus hijos No es que esté orgullosa de haber elegido tener su cuerpo como fuente de trabajo, pero asegura que nunca bajó la cabeza ante sus hijos. “No le decía claramente a qué me dedicaba. Cuando eran pequeños me era fácil ocultar la verdad. Luego fueron creciendo y llegaron las preguntas. Le hablaba embuste y me dolía”, respira profundo y mira hacia arriba para devolver las lágrimas a su lugar.

Luego de unos minutos, retoma el relato. Cuenta que los dos son fruto de una relación que tuvo con uno de sus clientes. Se llevan un año. El mayor tiene 27 y el menor, 26 años. Como a los 14 años conocí a un extranjero, que me mudó y le tuve esos dos hijos. Cuando nació el primero, todo estaba bien, pero cuando salí embarazada del segundo, se fue y me dejó. Yo como con 17 años, imagínese usted. ¿Qué iba a hacer? Volver a hacer lo único que sabía”, cuenta Betsaida.

Lejos de convertirse en una carga, sus hijos la impulsaron a seguir hacia delante. “Lloré muchas veces, incontables veces. Cuando no tenía qué darle de comer a mis hijos tan chiquitos, cuando no podía comprarle un cuaderno porque lo poco que me entraba era para pagar la pieza donde vivíamos se me desprendía el corazón”, cierra los ojos y suspira.

No podía trabajar por largas horas porque no tenía quién se los cuidara. Atendía un cliente y se iba a su casa. Una vecina se los cuidaba por unas horas por 300 pesos al mes. Se bañaba, y se acostaba en la cama que compartía con sus dos niños. “Me sentía mal, me sentía sucia, pero no tenía como quién dice, derecho a sentirme mal. Era mi trabajo...”.

Es una mujer inteligente. Dio muestras de que sabe cuándo llorar y cuándo guardar el llanto para lograr su cometido. Era el momento de decir cuándo le contó a sus hijos la verdad que había detrás de sus estudios, de su sustento, de su vestimenta limpia y decente. “Porque a mis hijos nunca los tuve sucios. Siempre bien cambiaditos”, hace la salvedad. “Fue un trago amargo, pero me vestí de valor. Fue un día que el más pequeño me dijo: ‘Mami, ¿tú no piensas decirnos dónde es que tú trabajas?’. Yo me quería caer muerta. Me quise hacer la chiva loca”, hoy lo dice sonriendo porque, como admite, es etapa superada.

No pudo evitar la respuesta. Su hijo mayor también estaba curioso. Tenían 17 y 18 años. “Les dije: ‘Bueno, ya ustedes están grandes y lo van a comprender. Yo soy trabajadora sexual. Dios mío, qué vergüenza me dio, pero ellos me ayudaron a no sentirme tan mal”, recuerda.

“No tienes que ponerte así”, le dijeron cuando la vieron ahogada en llanto. Ante su actitud, y su petición de que dejara ese trabajo, ella decidió ir poco a poco apartándose de ese mundo. Fue entonces cuando decidió hacer limpieza en casas de familia. Su hijo mayor, a los 19 años consiguió trabajo en una tienda, y la ayudaba con los gastos. Aun así, no podía desprenderse de aquel mundo. Lo hizo cuando comenzó a estudiar repostería. Ya sus hijos estaban en la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD), la cual cubrió con los ahorros que juntó en su antiguo trabajo.

((Estudios Mensaje para excompañeras La mujer que por alrededor de 24 años tuvo como fuente de trabajo su cuerpo, hoy se siente liberada de un trabajo que no le avergüenza haber ejercido: “Porque yo no sabía hacer nada a los 13 años. Y ya usted sabe el porqué”, dice mientras se arregla el gancho que lleva en el cabello.

Se atrevió a hablar del tema porque ha visto muchos casos de amigas que no han terminado muy bien. Lamenta no haber abierto los ojos antes para apartarse de ese mundo tan marginado. “La gente juzga sin saber. Eso no es fácil. En mi caso, fueron muchos los desvelos, los maltratos por parte de clientes que a veces no querían ni pagar, o que te dicen malas palabras, y hasta golpes te dan”, llora al parecer retrocediendo aquellos tiempos en los que hace seis años atrás se desenvolvía.

“Mis excompañeras y cualquier mujer que se dedique a vivir de su cuerpo, sabe que digo la verdad.  Y saben que la mayoría lo hace por diversas razones, a veces por motivos muy tristes, y que por eso no hay que marginarnos”. Independientemente de cómo a ella le haya ido, admite que no le desea a ninguna mujer que lleve esa vida. “No porque haya que avergonzarse, sino porque se les trata mal y no se le respeta. La gente no sabe que hay que respetar a todos los seres humanos, no importa a qué se dediquen, quiénes sea y qué prefieran”, reflexiona una Betsaida que termina esta entrevista diciendo: “Lo único que quiero es que mis excompañeras sepan que no hay edad ni obstáculo que le impidan a una persona estudiar y progresar”, puntualiza mientras levanta la puerta del mostrador de su negocio para proseguir trabajando.