La Vida

Viaje

Al reencuentro con Roma, la eterna

Carmenchu BrusíloffSanto Domingo

‘Quien la ha visto, ha visto todo’, decía Goethe al escribir de Roma. A su reencuentro llego tras ocho años. Es mi cuarta visita. Me acompaña mi hija Carmen. Desde el avión contemplo las casas del pueblo de Fiumicino, nombre por el cual más se conoce a este aeropuerto: el Leonardo da Vinci. (La capital de Italia tiene además otro aeropuerto, el Ciampino). La terminal, en su interior, es de reducido tamaño si se compara con la T4 de Madrid. Y en la correa transportadora de equipaje que nos corresponde, recién inician la entrega de maletas de dos vuelos anteriores al nuestro. Pasamos casi una hora aguardando junto a otros muchos viajeros.

El conductor del transfer, solicitado en una agencia de viajes de Santo Domingo, nos recibe con un truño en el rostro y mi nombre en un cartel que apenas levanta. Ha pasado esperando más tiempo del que figura en el contrato con la agencia. Su exasperación es aún más visible cuando comprueba que traemos a rastras el equipaje y no en un carrito. No vimos ninguno a nuestro alrededor. Con cierto desprecio coge la maleta de menor tamaño. El resto nos lo deja a nosotras, para un sumamente largo trayecto hasta el estacionamiento. Por suerte funcionan bien las rueditas. A tan desagradable recibimiento se agrega un sofocante calor húmedo. Ni lo uno ni lo otro, empero, frustran nuestras expectativas de disfrutar las vacaciones en Roma.

Lo comprobamos al llegar al Hotel Diana, donde me había alojado en el año 2010. Noto con satisfacción que honraron mi solicitud de una habitación con dos camas. Es que cuando reservé (y pagué) a través del concierge de un banco en nuestro país, la agencia confirmó reservación, pero con una salvedad: no aseguraba que a nuestro arribo tendríamos dos camas. Ante tan inesperada advertencia, escribí por e-mail directamente al departamento de reservaciones del hotel. La respuesta me llegó a seguidas: tomaron nota.

El ambiente un tanto anticuado del Diana es contrarrestado por la limpieza de sus instalaciones, su desayuno en la terraza jardín de varios niveles, donde hay para escoger muchos y muy distintos platos, aunque se repitan todas las mañanas, y su trato de cortesía: cada día ponen agua embotellada en la neverita, y galletas, sobrecitos de infusiones, té y azúcar. A todo esto, el ambiente de la calle, Vía Principe Amedeo, ha sufrido un extraordinario cambio. Hoy en ella funcionan varios restaurantes, pizzerías y hoteles. Y su tráfico ya no es caótico.

Pese a que estamos en un área de Aquilino que no es considerada atractiva para alojarse en Roma, debido a su cercanía con la Stazione Términi, el entorno del hotel es bueno. Donde el ambiente está bastante deteriorado, en parte porque abundan los carteristas, es al otro lado de Términi, cuyo edificio posee, sin embargo, algunos llamataivos espacios arquitectónicos, como el amplio pasillo lateral donde funcionan locales comerciales.

A mi nieta Pamela, que con una amiga (ambas viven en Roma), acude a encontrarse con nosotras, le comento que me gustaría volver a la calle (vía Manin) donde, sentada a la mesa en la acera, tenía la sensación de que si extendía el brazo podía tocar el tranvía que por allí pasa. Así lo hicimos, eligiendo el ristorante-pizzeria Il Secchio. Cuando al rato pasa el tranvía me vuelvo a entusiasmar. ¡Casi puedo tocarlo!

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