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Giacometti, el artista que mostró al ser cancerado de la postguerra

Alberto Giacometti (Suiza, 1901-1966) merece este esperado re-enfoque del cual es objeto su obra. Durante décadas, el artista epígono de la renovación estética del siglo XX atrajo la admiración pública y, más que eso, la de sus colegas: por la poética que caracteriza su oficio: de una somnolencia que oscila entre el purismo del diseño y la agresión expresiva y matérica y termina evocando a un Greco sexuado, iluminado, desenfadado, acusador y bromista.

El artista se abrió paso desde la pobreza de los suburbios de la clase obrera parisina de los veinte del siglo pasado, después de haber hecho sus pininos con los artistas rebeldes del post impresionismo y, como es natural, rodando, más que merodeando, alrededor de los mitos de Barbizon y Montparnase.

Con quince años apenas se impuso el rigor de dominar la expresión pictórica. Lejos de las academias, se inclinó hacia la representación surgida de un hacer asumido en la óptica de las nuevas estéticas: el verismo y el post-impresionismo, según se infiere de sus primeras realizaciones, de 1916. El puntillismo, sin la insistencia ni el preciosismo oposicionista, y un expresionismo cuasi intimista e incriminante se patentizan en sus retratos realizados hasta los veinte. Desde entonces —según las piezas publicadas en el sitio de la fundación homónima— un interés constructivo empezó a embargarlo, bajo los claros influjos del surrealismo, la prédica cubista y de la Escuela de la Bauhaus. En 1920 cuajó como pintor: lo corrobora “Otilia”, un óleo suyo sobre cartón, de 42.1 x 27 cm, propiedad de la Fundación Giacometti, de París.

Como pintor, se había revelado portador de una tipología constructiva que conjuga y armoniza los influjos de dos precedentes forjadores: Cezanne y Renoir. Pero en realidad miraba hacia todos lados, compartiendo las visiones de los artistas de la época y definiendo las propias. Así asumió los temas comunes (bañistas) y otros ya ausente en las mentalidades vanguardias, como la mitología: “Acteón transformado en ciervo”, 1921, óleo y lápiz sobre lienzo, 22.2 x 34.7 cm.

Era un arranque necesario, y desde este punto avanzó, insistiendo en la representación de figuras, lugares y cosas “del ambiente”, cercanos a él.

Período inicial con el que cerró su adolescencia e inició su juventud; cuando inició su doble proceso vital y colectivo, enmarcado entre esas realidades biológicas y sociales bajo las detonaciones de la Primera Guerra Mundial (1914-1918). La obra de Giacometti oscila entre varias coordenadas. Su saldo en pintura es el acercamiento a una especie de muralismo, es decir de cubismo figurativo: objetualidad, geometrización y masulencia; en escultura: abordaje objetual y no representativo. Tótems.

El artista incursionó en la tridimensionalidad a partir de la mitad de los 20s, con obras de densos bloques de figuración esquemática y primitiva: "Personaje agachado" (1926, yeso cubierto con desmoldeante y lápiz, 29 x 18 x 10). Con esta, coqueteaba con las culturas petrificadas —como Picasso con las máscaras africanas—, y con los remanentes de los pobladores helvitius, tribu celta originariamente pobladora de Suiza. Fue una etapa breve que evolucionó hasta el influjo en él de esa preeminencia del diseño que pregonaba y ponía en práctica la Bauhaus. También de los desvaríos dadaístas que incitaban a la re-utilidad, recuperación y re-significación de los productos de la cultura popular, lo que más tarde caracterizaría al “ready-made” y al “pop art”. De aquí el purismo de las formas, la limpieza, totalidad y luminosidad del color y la insistente apelación a las penetraciones, invasiones y perforaciones de las oquedades, la convexidad, la concavidad, con sus cuernos y trampas, un purismo geométrico que desembocará en las poéticas y sugerentes apelaciones eróticas de un artista sindicado dentro de la corriente que indica la deshumanización de la sociedad. Otra obra de esta serie es "La pareja", iniciada en 1926, realizada en yeso cubierto con desmoldeante y lápiz.

Junto a esta, Giacometti realizaba otras esculturas que llevaron su abstraccionismo limpio a una apelación troncal, a un diálogo de forma, masa, proporción y direccionalidad como si con esas cosas quisiera solidificar la existencia. Permanece la ausencia de interés figurativo o verista; predominan los principios de un cubismo equidistante de lo geométrico y de lo orgánico, más que lo analítico.

Tan pronto inició la 2da Guerra Mundial al artista lo sobrecogió el signo de la muerte. Dejó en él un sabor ácido-amargo hacia la vida que, junto a una concepción dramática y trágica del hombre, caracteriza su arte como caracterizó a la cultura europea y a sus colegas intelectuales y artistas: negación de la bondad y esperanza en la tierra o de cualquier cosa prometida y dada por sentada como opción o derecho.

Su pintura se tornó ocre: un territorio de figuras, animales y objetos monocromos, cadavéricos, alargados y grotescos. Patentiza una visualidad reiterativa y casi invariante de ese apelativo suyo a la desgarrada, deformada y mancillada desnudez de la existencia. Un El Greco (Doménikos Theotokópoulos, Grecia, 1541-España, 1614) blanquecino y putrefacto con intensas tumoraciones emergentes. Revelaba las huellas de las experiencia trágicas y de la decadencia sobre el cuerpo y las consciencias agredidos hasta la reformación, resultado del empuje de esas corrompidas fuerzas interiores (“Pie Desnudo”, 1921, óleo y lápiz sobre lienzo, 22.2 x 34.7 cm). Una tipología de solución que reitera en “Mujer de pie sobre un busto”, “Busto de un hombre en un marco”, “Perfil de hombre busto”, realizadas entre 1946 y 1947 y que pronto encontrará su correlato en la escultura. En pintura, el artista expuso la entronización y sacralización del dolor y de la degradación e ingravidez humanas. En la escultura, este espíritu inició con la serie de cabezas en yeso (Cabeza de hombre, 1938, 15 x 6.5 x 10.5 cm), impulsado por esa visión de desestructuración orgánica inmanente y, bajo la óptica radical del cezannismo, resultado natural del empuje de fuerzas tectónicas moralmente en declive, reconstructoras de una fisionomía humana que en esta apelación a la poética surrealista se valida como metáfora del paisaje moral y social. Puro expresionismo, también, que en términos históricos será validado al inducir un correlato en las obras de dos artistas cuasi coetáneos a Giacometti, más jóvenes, denominados Francis Bacon (Irlanda, 1909-España, 1992) y Lucien Freud (Berlín, 1922 –Londres, 2011). Estos manejaron este aporte llevándolo al paroxismo de la soledad/alienación de los poderosos —el primero— y a la conciliación con lo degradante y obsoleto —el segundo.

Como vemos. Giacometti nos mostró al ser encancerado de la postguerra y la postmodernidad.

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