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La Vida

COSAS DE DUENDES

Prestar tus oídos

Todos necesitamos de alguien que nos preste sus oídos. Una amiga psicóloga me decía que a su consultorio acude gente que solo necesita alguien que le escuche. Que pagan para poderse desahogar. Porque saben que, al pagarle, ella no se puede poner de pie y marcharse, tiene que estar ahí hasta el final, hasta que terminen de decir lo que tienen que decir. Un desahogo que, tal vez, no les interesa escuchar a la gente que quizás les ama, pero sin estar dispuestos a prestarles sus oídos. Una mujer casada, le explicaba a esta psicóloga el porqué se convirtió en su paciente. Cada día enfrentaba un dilema. Por la mañana no podía hablarle a su marido de los problemas de la casa, porque eso era de mal gusto, su mamá se lo había enseñado así. “A los hombres no se les amarga el día contándoles problemas tan temprano”, le había advertido. Tampoco lo abordaba cuando se marchaba a la oficina porque eso lo haría salir de malhumor. Luego, jamás lo molestaba si estaba trabajando porque sabía que “a un hombre con la cabeza llena de problemas, tú no puedes estar llevándole otros”. Al regresar a casa tampoco era recomendable hablarle. Le habían aconsejado: “nunca le salgas con un asunto desagradable a un esposo que acaba de llegar a su casa. Ni en la comida. Ni cuando se vuelve a marchar a la oficina. Ni cuando regresa en la noche. Ni cuando están cenando. El momento apropiado- le habían dicho, y ella lo creía- es cuando los niños se acuestan y ustedes están los dos solos, frente al televisor”. Pero entonces, si ella empezaba a hablar, su esposo dejaba escapar un suspiro, miraba hacia el techo y hacía un gesto de que iba a subir el volumen de la televisión, aunque se frenaba y en lugar de eso lo bajaba, como una señal de que no podía escuchar dos cosas a la vez. Y entonces, ella recibía el mensaje y guardaba silencio, no era el momento. Tras lo cual se iban a la cama y ella volvía a considerar si debía hablarle, pero recordaba lo que muchas veces había escuchado decir a psicólogos y terapeutas, “a la cama no se llevan problemas cotidianos, eso arruina la intimida y la pasión”. Así que mientras su marido roncaba, a su lado, esta mujer podía llorar en silencio o desvelarse pensando en cómo manejar sola un problema que, se suponía, era de dos. Se preguntaba si, tal vez, al día siguiente aparecería la oportunidad para hablar con su pareja. Se dormía con la esperanza de un nuevo amanecer pero sabiendo que al despertar no habría oportunidad alguna, tendría que ser más tarde o, si no había más remedio, buscaría una terapeuta a quien pagarle para que, al menos, le prestara sus oídos. Como dije en principio, ahora es paciente de mi amiga, la psicóloga.

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