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COSAS DE DUENDES

¿Tocar?... No

Una paciente que durante trece años se atendió siempre con el mismo médico decide, por primera vez en su vida, chequearse con un ginecólogo oncólogo para despejar ciertas dudas sobre un manchado recurrente y fuera de fecha que, de vez en cuando, la mortificaba. Le había planteado el tema a su ginecobstetra y éste le hizo varias pruebas de papanicolaou que dieron negativas. Pero como la molestia persistía, ante comentarios de amigas que le advertían sobre síntomas de cáncer, etc, decidió buscar una segunda opinión. Precisamente una amiga le recomendó un ginecólogo oncólogo del que no tenía ninguna referencia. Hace la cita y se presenta puntual. La recibe una secretaria simpática y parlanchina con la que, junto a varias pacientes más, se entretiene hablando sobre los llamados “temas de mujeres”. El rato resultó casi ameno y divertido, como un encuentro de viejas amigas, de no haber sido porque, de vez en cuando, el médico pasaba por el lugar y, con cara adusta, hacía alguna pregunta dejando caer sobre el grupo de “cotorras” (todas hablaban sin parar) una mirada de desaprobación. Llegado su momento, la paciente pasó al consultorio del doctor que, sin saludarla, la recibió con un “dígame”. Ella se quedó un poco cortada, trató de sonreír, y empezó a explicarle lo que le pasaba cuando el médico, con el mismo tono cortante, dijo: “Su nombre”, sin hacer la inflexión que indica una interrogante. La paciente entendió que el “dígame” se refería a que dijera quién era, no qué le pasaba. Luego lo confirmó porque, tras llenar un breve cuestionario, el médico preguntó “¿Qué le pasa?”. Ella le explicó. El doctor hizo algunos comentarios sobre qué podría estar ocasionando la situación que la afectaba y, luego, la mandó al área donde lleva a cabo la prueba de papanicolaou. Acostumbrada a su médico de trece años, la paciente entró al lugar esperando que, en absoluta privacidad, tal vez auxiliado sólo por una enfermera, el doctor tomara la muestra. Creyó que sería así, porque una asistente le indicó qué debía ponerse y dónde colocar sus cosas personales. Estaba lista para el examen, sentada en la camilla con la bata sostenida por las axilas, cuando el médico entró acompañado de lo que a la paciente le pareció una multitud. El ginecólogo trajo consigo a una médico estudiante y a otra enfermera. Así que el examen “privado” estaba a cargo de cuatro personas. Luego, el médico parecía tratar de conversar mientras la examinaba. Hizo observaciones sobre las características médicas del ser humano que tenía ante sí y, dirigiéndose a la estudiante, soltó el siguiente comentario: “Si fuera un hospital, te mandaría a tocar” y señaló la vagina de la paciente que había conocido hacía quince minutos. Entonces, como no estaban en un hospital, preguntó a la paciente que si la médico estudiante, esa joven desconocida que estaba contemplando su examen sin que nadie le pidiera su autorización, podía tocar el interior de su vagina. La paciente respondió que no y un silencio helado dio paso a la salida del ginecólogo quien dejó a cargo de la estudiante de medicina la entrega de la lista de otros análisis pendientes y salió, sin despedirse. La paciente se imaginó a ese médico en un hospital y, de la indignación, casi se enfermó.

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