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La Vida

COSAS DE DUENDES

Juicio sumario

Es rubia, delgada y bella. Va todos los días al gimnasio. La primera vez que la vi me hice un juicio instantáneo: muchacha soltera, moderna, con buen empleo, superficial, concentrada en sí misma y sin demasiadas obligaciones. La sorprendí en un intercambio de mirada cómplice con un hombre de edad mediana que también veo casi todos los días en el gimnasio. Ese hombre tiene cara de casado a diez leguas, me dije. Así que, a todo lo demás que había pensado sobre la muchacha, le añadí que se vincula con hombres comprometidos. La juzgué y condené sin nunca haber cruzado una palabra con ella. La semana siguiente me llevé una sorpresa, la volví a ver y se derrumbó mi idea de que vive la vida de manera despreocupada, obligaciones le sobran, tiene una hija como de nueve años. La niña revoloteaba a su lado, mientras la madre trataba de ejercitarse, llevaba aún el uniforme del colegio e insistía en que quería comer un dulce. La joven rubia le respondía que no porque cuando llegara a casa tenía que comer algo sano. Una madre responsable, me dije. La escuché hablar varias veces por el teléfono celular. Contrario a mi costumbre, presté atención a su conversación, primero porque me era imposible no oírla, debido a que estaba justo a mi lado, y segundo porque algo me decía que la vida me estaba enviando una lección a través de esa persona desconocida a la que mis prejuicios, aunque fuera en un pensamiento rápido, le habían puesto un sello. La primera llamada que hizo fue de negocios. Había enviado una mercancía a alguien y, con la destreza de una vendedora experta, comprometió a la persona que hablaba del otro lado para que le pagara la próxima vez que se vieran. Esta le pidió la factura y ella le respondió que se la entregaría cuando tuviera el dinero a mano, que le avisara y en seguida se la llevaba, así no tendría que dar dos viajes. Se despidió con mucha cortesía y enviando bendiciones a su interlocutor. No tiene un buen trabajo, pensé, lucha para ganarse la vida. En la segunda llamada la escuché hablar de Dios. Me enteré que acude con regularidad a la iglesia y, una galleta sin manos para mis prejuicios, asiste a una comunidad cristina. Habló de un encuentro en donde la presencia de Dios se había manifestado “grandemente”. Cerró y entonces alguien la llamó. Por lo que decía me di cuenta de que era el padre de su hija. La conversación empezó en tono cortés pero después tomó otro derrotero, ella le pedía que pagara el derecho de la niña a participar en algo pero él le dijo que no. Ella hizo una enumeración de todas las cosas de la hija de ambos que paga y después concluyó con un argumento que me impresionó. “Las madres no estamos para mantener los hijos, estamos para educarlos, orientarlos y darles seguridad”. No perdió el control pero se veía abrumada. Cuando cerró, lloraba pienso que de impotencia, y yo, muda a su lado, la miré con los ojos húmedos que le transmitían solidaridad y le pedían, a la vez, mil perdones por el juicio sumario al que la sometí, y en el que la condené, sin conocerla. Algo que nos ocurre con frecuencia a la mayoría de nosotras, las mujeres, que debemosenfrentar mil enemigos juntos incluido el prejuicio de nuestras iguales y el de los hombres.

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