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Reforma constitucional: mucha espuma y poco chocolate

La Constitución es la ley fundamental que define el régimen de derechos y libertades de la ciudadanía y los poderes e instituciones de la organización política. El objetivo de su reformación debe ser robustecer el carácter de las instituciones existentes o modificar aquellos elementos obsoletos o inoperantes.

Por lo tanto, es imprescindible someter la recién propuesta del Poder Ejecutivo de modificación al escrutinio más severo, para determinar si cumple con estos elementos intrínsecos y la proporcionalidad que constriñen una enmienda de esta envergadura.

Según las afirmaciones del Presidente, las revisiones presentadas ante el Congreso tienen cuatro propósitos fundamentales: garantizar la independencia del Ministerio Público; unificar las elecciones locales y nacionales, disminuir el número de diputados; y evitar modificaciones constitucionales para fines reeleccionistas.

Claramente, el ejercicio del Ministerio Público ha sido ampliamente cuestionado, ya que, desde el inicio de su mandato, el Ejecutivo presume su “independencia” como símbolo de consolidación democrática, mientras los enclenques resultados obtenidos, el mal manejo de casos importantes, y la exclusión de las “vacas sagradas” y los “peces gordos”, ponen en evidencia la desnaturalización de la justicia como elemento de persecución y conjura política.

El artículo 170 de nuestra Carta Magna consagra la independencia del Ministerio Público, pero el fiel cumplimiento lo decide la determinación, el arrojo, y el liderazgo del propio Procurador General y del Presidente, cuyas atribuciones según el artículo 128, le obligan a cuidar la fiel ejecución de las leyes, y le facultan, en su condición de Jefe de Gobierno, para remover a cualquier infractor de su cargo. La falta de auténtica voluntad política no se remedia con un simple plumazo, un cambio de nombre, o adjudicando la designación de esta investidura al Consejo Nacional de la Magistratura, un órgano ceñido a los intereses políticos del oficialismo, donde siempre mantendrá una incuestionable mayoría.

Para la República Dominicana, la autonomía del Ministerio Público es imperiosa, con un exagerado nivel de corrupción gubernamental y una inestabilidad jurídica que nos obliga a buscar alternativas viables y certeras, que logren una legítima separación de los poderes del estado. En tal sentido, debemos considerar opciones como la nominación del Procurador General por medio de una comisión de colegiados, representando una diversidad de sectores y opiniones, o su denominación por el voto directo del electorado.

Esta exangüe proposición del Primer Mandatario solo perpetúa el “más de lo mismo,” con una promesa quimérica para eximirse de toda responsabilidad por la inocuidad e inacción de este ministerio.

Por otro lado, la unificación de los comicios presidenciales, congresuales y municipales resultaría en una mayor participación del electorado, vigorizando la democracia y auténticamente legitimando los candidatos favorecidos. La elección del actual presidente con la participación del 53.5% de los votantes registrados, implica que su mandato solo cuenta con un 30.73% de aprobación. Además, el excesivo dispendio en los procesos pasados exige una profunda transformación del sistema. Incluso, el exagerado costo al estado de RD$8,369 millones únicamente en el 2024, no considera la extraordinaria carga ocasionada a los candidatos y los sectores que aportan considerablemente a las campañas.

Sin embargo, contrario a lo propuesto, las ventajas de esta combinación nos compelen a aplicar esta reforma para los comicios del 2028, cuestión que se lograría con una disposición transitoria extendiendo el periodo de los cargos municipales hasta la tercera semana de junio del 2028, suficiente tiempo para resolver cualesquiera disputas y celebrar la investidura de estas curules.

En cuanto a la iniciativa de reducir el número de diputados de 178 a 110, que según el mandatario persigue “adecuar la cantidad de representantes,” es notable que, este ajuste aún colocaría el número de legisladores per cápita por encima del promedio regional, con 86,384 ciudadanos por cada parlamentario.

En ese sentido, Brasil adjudica unos 419,688 ciudadanos por representante, Colombia 275,904, México

255,000, y hasta Haití nos supera con 97,310 ciudadanos por legislador. Peor aún, cada diputado de la comunidad del exterior representa a 442,857 dominicanos, una carga excesiva que refleja en los escuálidos resultados de sus esfuerzos.

En otro orden, es evidente que adicionar 15 diputados nacionales al diseño actual agravaría nuestra fragilidad democrática, facilitando el 15% del poder legislativo a las maquinaciones y alianzas que solo benefician a la clase política. De hecho, dos de los cinco diputados nacionales actuales pertenecen a partidos mayoritarios, contrario al designio original de proporcionar estos escaños a agrupaciones emergentes para una mayor pluralidad en el congreso.

Cualquier propuesta de legítima aspiración transformadora, debe considerar una más amplia representatividad para los dominicanos del exterior, y perseguir el fortalecimiento de la democracia, con auténticos interlocutores de la voluntad popular, electos por voto directo y eliminando las imperantes maniobras políticas. Asimismo, debemos escudriñar alternativas para reducir el exagerado dispendio, incluyendo una observación de las ventajas y desventajas del sistema bicameral. La disposición transitoria vigésima séptima, que requiere la elaboración de las leyes requeridas en virtud de la reglamentación constitucional en un plazo de no más de cuatro años, representaría un avance, pero solo si se cumple cabalmente. El Artículo 210 de Referendos, por ejemplo, padece de una laguna jurídica desde su ratificación en el 2015, sin una ley adecuada para su aplicación. No obstante, enmendar la Constitución para hacer cumplir algo que ya dispone el código y que solo requiere voluntad política, carece de todo sentido.

Sin embargo, respecto a este artículo específicamente, plantearíamos la eliminación del elemento prohibitorio a la revocación, ya que este instrumento debe empoderar al pueblo, posibilitando la derogación de cualquier servidor público incumplidor.

Finalmente, sí elogiamos la anexión del artículo 278, que prohíbe cualquier reforma constitucional que pueda favorecer al mandatario de turno. Cuando propusimos este texto en el 2014, lo hicimos plenamente comprometidos con la aniquilación de esta práctica nociva, personificada en 39 modificaciones, perpetradas con el fin de habilitar la reelección presidencial.

La trascendencia de nuestra Constitución nos obliga a una profunda reflexión y un extenso diálogo nacional, para consensuar una reforma oportuna y algo más perdurable que mucha espuma y poco chocolate.