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Israel pierde la guerra psicológica

Imágemes de la agresión de Hamas esparcidas por todo el mundo.

El pasado 7 de octubre se desencadenó en el sur de Israel una tragedia sin precedentes. Si bien es verdad que en 1973 el país corrió grave peligro por el ataque conjunto de Siria y el Líbano en lo que se conoce como la Guerra de Yom Kippur, en esta ocasión las acciones terroristas de Hamás sacudieron los cimientos de una sociedad que creía estar a salvo de unas emboscadas que parecían inviables.

Todavía es pronto para valorar y tener total conocimiento de lo que falló, pero, sin duda, un factor crucial fue la falsa sensación de invencibilidad en una nación habituada a ganarle al adversario por su evidente superioridad militar y mayores recursos. Sólo así se explica la laxitud en el aparato de inteligencia y el ámbito militar que, en una fiesta nacional y coincidiendo con el 50 aniversario que les dio la victoria en la Guerra de Yom Kippur, no tuvieron en cuenta los posibles planes de ataques en fechas señaladas. Lo cierto es que las zonas colindantes con la Franja de Gaza carecían de una seguridad mínima para repeler los barbáricos ataques de los que fueron víctimas en las primeras horas de ese sábado fatídico.

Conflictos bélicos

Basta con leer en el New York Times una cronología detallada de cómo se desarrollaron los acontecimientos a partir de las primeras horas de la mañana. De acuerdo al reportaje, poco antes la inteligencia israelí había advertido una actividad inusual en las redes sociales de activistas en Gaza y había informado de ello a los militares sin que, al parecer, hubiera respuesta por parte de este estamento. Más tarde el mundo pudo conocer por medio de imágenes sobrecogedoras cómo durante horas los operativos terroristas campearon a sus anchas en un macro festival de música al aire libre, en Kibutzim y localidades próximas a la frontera con Gaza. No hubo resistencia por parte de fuerzas del orden inexistentes en el área, masacraron sin piedad a civiles y se llevaron como rehenes a al menos 150 personas cuyos paraderos se desconocen. Fue un verdadero festín de terror durante el cual los supervivientes permanecieron hasta doce horas escondidos, a la espera de un rescate o ayuda que no se materializó. Era para ellos difícil de creer. Lo fue también para toda una nación en shock por las pérdidas humanas y porque de pronto caían en cuenta de que su aparato de inteligencia y su capacidad militar, dos joyas de la corona, no eran infalibles.

En un artículo de opinión publicado en el Washington Post, el historiador y filósofo israelí Yuval Noah Harari señala como uno de los factores de esta debacle el carácter populista del gobierno de Benjamín Netanyahu, plagado de denuncias por corrupción, abuso de poder y guerras intestinas que han pasado por alto una erosión en el sistema de seguridad nacional y de estrategia política en una región volátil. Gran parte de la población en Gaza apoya a Hamás, que ostenta el poder de facto, en un conflicto en el que hasta ahora la solución de dos estados no ha podido hacerse realidad. Netanyahu, que siempre ha presumido de ser un halcón, tarde o temprano tendrá que rendir cuentas por un desastre estrepitoso que no se tapará con la táctica de pulverizar la Franja de Gaza como represalia a las atrocidades perpetradas por la organización terrorista.

Harari tiene razón en señalar el pulso autoritario de un primer ministro más preocupado por el poder que por servir los intereses de los israelíes, pero es evidente que la debilidad demostrada el día de los ataques viene de lejos y es producto de algo tan debilitante (por lo que tiene de espejismo) como llegar a creer en una superioridad inquebrantable. Los fundadores del Estado de Israel lo lograron impulsados por la vulnerabilidad de la que siempre ha sido objeto el pueblo judío, sujeto a persecuciones, pogromos, exterminios impensables como el Holocausto. Su fortaleza nacía de la conciencia de que el peligro siempre acecha porque está presente, aunque no sea visible. Bajar la guardia no era una alternativa, por duro que sea para la psiquis del colectivo vivir en un estado de alerta permanente. Todo eso parece haberse diluido como consecuencia de los sucesivos triunfos en enfrentamientos en los que hasta ahora Israel había probado su capacidad de contener y aplastar a su contrario.

En los conflictos bélicos está el aspecto de la superioridad militar que puede allanar pueblos enteros con tanques, misiles, cohetes y tecnología punta. Pero también está la cuestión psicológica, o, si se quiere, el estímulo moral. En estos momentos el gobierno de Israel y sus ciudadanos están bajos de moral y psicológicamente muy golpeados frente a un grupo terrorista que, independientemente de que el ejército israelí acabe por arrasar en Gaza y en territorios donde se refugian los cabecillas de Hamás, vive la euforia de una victoria (por pírrica que sea) contra quienes se creían inexpugnables. Sin mayores obstáculos, cruzaron las barreras que separan la Franja de Gaza a bordo de camionetas y motocicletas; irrumpieron en las comunidades sin ser recibidos a tiros; descendieron en paracaídas en pleno desierto, donde la juventud bailaba ajena al peligro inminente y sin un cuerpo de seguridad que la protegiera en un paraje que se convirtió en un campo de tiro.

Todo eso sucedió a muy poca distancia de un territorio, Gaza, que es una olla de presión, situación de la que se aprovecha Hamás para radicalizar a los palestinos.

Quedan por delante días, semanas y tal vez meses de una guerra cruenta que podría esparcirse en la región. No obstante, Israel no debe perder la oportunidad de analizar a fondo cómo y en qué momento cayeron en la trampa de creerse invencibles. Es un postulado que llama al fracaso. 

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