REDEN EN EL SECTOR SAN LUIS
Aunque sea un pollo, esperan que Dios les dé algo para la Nochebuena
Sergio, Nicole y sus cinco hijos anhelan aunque sea un bocado de comida para esa tradicional noche.
En el marco de la puerta desgastada, un sombrero rojo de Navidad cuelga como el recordatorio irónico de esperanza en un año que ha sido implacable para la familia Rivera-Hotesse.
Ese pequeño adorno, manchado de lodo y polvo, es lo único que intenta traer un poco del espíritu festivo del año a los niños de este hogar: Emeli, de 11 años de edad; Isaías, de 7; Samuel, de 4; Elaine, de 2, y Sebastián, el mayor de todos, que recién cumplió 18 años.
Entre los pasillos de tierra mojada que parecen un laberinto hacia la nada, vive Sergio Rivera Leo, de 45 años, y su esposa Ángela Nicole Hotesse, de 39, junto a sus hijos, en una casa que lucha contra la intemperie, sostenida por hojas de zinc oxidadas y deterioradas, enclavada en un rincón olvidado cerca de la Laguna de San Luis, en Santo Domingo Este.
Un saludo inesperado
El equipo de LISTÍN DIARIO se topó poco después del mediodía con Sergio, quien estaba bañado en sudor y pasando un “suape” a la salita de la casa. Los recibió con una sonrisa aunque curioso e investigador.
“Hola, ¿qué tal? ¿Habían visto a un amo de casa? Yo soy uno”, dijo, riendo, como si la broma pudiera disimular el peso que lleva a cuestas. Afuera estaba Samuel, el de cuatro, quien jugaba con un motorcito de juguete al que le faltaban las ruedas. Su risa infantil y su alegría contrastaban con el silencio en el pequeño hogar.
Poco a poco, el resto de los integrantes fue llegando: Nicole empujaba el coche de Elaine, la más pequeña, por el estrecho callejón, y los demás aparecían con sus pies descalzos y ropas gastadas que, sin quererlo, tenían en ellas estampados propios de esta época.
Ya dentro de la casa con la mitad de ellos, Sergio le pasa un kétchup a Elaine (dos años), en un intento por calmarla porque empieza a quejarse y llorar.
“¡Agarra ahí, mami! (…) Eso es para que ella se entretenga y vaya comiendo. Así no llora y va comiendo alguito, y nosotros hablamos”, dijo, pero ese simple gesto no era más que una triste sustitución de la comida que normalmente le tocaría al mediodía. Era lo único que tenía a la mano para aliviar el hambre momentánea de su hija.
“¿Le soy honesto? Nosotros vivimos del joseo”, dice Sergio, en referencia a que se sustentan de lo que consiguen en el día a día.
Nicole explica que sus retoños van a comer de lunes a viernes a una fundación cercana.
Como manicurista, sus ingresos son modestos; una pedicura cuesta 250 pesos y una manicura RD$150. Sin embargo, las ganancias apenas alcanzan para cubrir las necesidades básicas. El dinero que logra recolectar durante un mes es de RD3,000.
En cuanto a ellos, para también poder comer los días de semana caminan una larga distancia hasta un comedor económico, según cuenta Sergio, aunque también la misma fundación que trata de dar el pan de cada día a sus hijos, les intenta enviar siempre que puede “una cantina de comida”.
No obstante, los fines de semana la realidad se siente más pesada. “Se pelean por la comida del anafe”, confiesa Nicole, quien añade que cocinan en un anafe con carbón que sustituye la estufa dañada y el menú suele limitarse a arroz, espaguetis y huevos fritos. Aun así, Nicole lo enfrenta con valentía.
“Lo que sea yo lo cocino ahí (señala el anafe), con mi caldero. Un día puedo hacer arroz blanco y otro un locrio”, comenta.
Sergio y Nicole no terminaron sus estudios, un hecho que pesa en sus vidas mientras intentan sacar adelante a sus hijos. Sergio llegó solo hasta octavo grado, mientras que Nicole alcanzó el segundo de bachillerato. Al conversar con ellos LISTÍN DIARIO notó como se les dificulta hilar una idea con otra y expresar lo que quieren transmitir.
Hace más de 20 años Sergio dejó las filas de la Policía Nacional, incapaz de adaptarse a una vida que, según relata, lo privaba de su salud y de su familia.
“Tenía que coger para la calle a patrullar y duraba hasta un mes sin ver a mi familia y sin ir a mi casa”, rememora de esos tiempos en el Campamento Duarte.
Tras su renuncia, se mudó en la casa de su madre con su familia y ella, reconociendo sus luchas económicas y en un acto desesperado por dejarle un techo, le compró la casita donde habitan hoy por 150,000 pesos, hace un poco más de un año.
“Ella vio que no podía pagar alquiler. Yo pagaba la casa y ayudaba, sin trabajo y otra vez la debía. Esto es humilde, pero es nuestro hogar ahora”, asegura mientras los niños con su inocencia saltan alegres sobre el mueble roto.
Cuenta que su madre, una mujer pensionada luego de dedicar años de trabajo como conserje en una entidad, “siempre le ha brindado apoyo”, pero durante el último año se ha estado despidiendo de todos ellos por la diabetes grave que padece, algo que describió como “el duro golpe de este año”.
“La vieja mía entró la semana pasada en un coma diabético y salió de esa situación. Ahora hay que llamar al 911 a cada rato y sacarla para el hospital”, narra.
Explica que se ha dedicado desde que dejó la Policía a trabajar en la limpieza de casas, además, como cocinero en algunos restaurantes y en la seguridad privada.
“Cuando Nicole sale a arreglar unos pies, yo me quedo en la casa con los niños y así”, dice.
Un hogar sostenido por fe
Por dentro, el cartón se usa como una capa improvisada que cubre los agujeros y las grietas, ofreciendo una frágil barrera contra el sol, el viento y la lluvia. El espacio es frío, sombrío y refleja la dureza de las condiciones en que viven, pero también el esfuerzo por mantenerla en pie.
“Uno duerme aquí agarrado de Dios”, enuncia Sergio.
En la casita no hay espacio para sueños grandes, pero sí para el amor que se tienen unos a otros. Sergio y Nicole comparten un colchón con dos de sus hijos menores; los más pequeñitos, como son del mismo tamaño, duermen en un sofá improvisado, señala Nicole, y el mayor, Sebastián, de 18 años, en un mueble hundido que está en la sala.
Sebastián ya trabaja. En ese momento no se encontraba en la casa porque había salido a las calles a vender sus paletas dulces, de acuerdo con Sergio.
No ha tenido tiempo de buscar su cédula de identidad.
“Es mayor de edad, pero no se la hemos ido a buscar (la cédula), por eso no está trabajando en otra cosa”, dice Nicole.
La preocupación por los niños
Nicole agradece que cada uno de sus hijos goce de buena salud. “Mis hijos no sufren de nada, de ninguna condición, gracias a Dios”, dice, agregando que solo uno de los pequeños (Samuel) nació con un supuesto soplo el corazón y que cuando llora y se enoja fuerte “como que convulsiona y se pone morado, pero no lleva tratamiento, yo se lo dejé a Dios eso”.
No obstante, su educación es una de sus mayores angustias.
Tras mudarse, no pudo inscribirlos en la escuela más cercana por la falta de cupos, un problema que, asegura, la Junta de Vecinos trata de ayudarla aunque todavía no se ha podido.
Sin escuela, uniformes ni útiles escolares, los niños están en la actualidad en un limbo educativo.
“Ellos quieren aprender, pero yo no sé cómo hacer más”, dice, con lágrimas retenidas.
Además, la atmósfera del barrio es motivo de constante estrés.
“Por aquí pasan muchas cosas, los policías piensan que en estos matorrales hay algo, y eso me preocupa por mis hijos”, explica, aludiendo a las persecuciones que suelen ocurrir.
“Yo no quiero que mis hijos sigan creciendo viendo esto”, agrega con la voz quebrantada y con un tono bajo, aludiendo a los operativos policiales.
Un sueño de dignidad
Sergio y Nicole sueñan con un futuro donde sus hijos puedan crecer sin frío, sin hambre y como personas de bien.
“Pedimos a Dios que ellos sean mejores que nosotros, que no vivan esta vida”, manifiesta Nicole.
Sergio, en silencio, asiente, mientras observa cómo llegan Isaías y Emeli de la calle con dos comidas en platos desechables para todos y algunas chucherías que les fueron donadas de una actividad dedicada a los niños del barrio.
Cuando los demás vieron a los dos niños llegando con la comida brincaron de la alegría. Colocaron todo en la única mesita de la casa, interrumpieron la conversación con este diario, empezaron a abrir todo velozmente y a comer con desesperación.
¡Toma, mamá! ¡Ven, siéntate aquí!, le dice Emeli a su hermanita Elaine, al tiempo en que procedió a tomarla de la mano y sentarla en una esquina de la casa. Allí le extendió sus pequeñas piernas, derramando cereal en el piso, formando una pequeña montaña del cereal para que la bebé comiera. La niña fue tomando del piso.
Emeli abrió una gran botella plástica de jugo natural de chinola y procedió a tomar de él ansiosamente, olvidando por un momento a los demás. Tras saciarse con tres grandes tragos, brindó el jugo a reporteros de este medio y a sus hermanitos, quienes también saciaron su sed.
“Cada año que pasa es una felicidad porque estamos vivos”, reflexiona Sergio, mientras escucha las historias de los niños sobre la actividad.
“Nosotros nos queremos mucho”, afirma Nicole, y agrega: “Los hijos son una bendición, y hay que tirar para adelante con ellos”. “Aunque esta Navidad no será la mejor, estamos juntos”, susurra.
Sergio y Nicole dicen que por sus hijos siguen hacia adelante. “Y aunque esta Nochebuena no será la mejor, estamos juntos”, puntualizó Nicole.
Esta será la primera Navidad que pasarán en la casa comprada por la madre de Sergio, quien expresó que no tienen expectativas de ni siquiera tocar una manzana roja.
“Si Dios nos ayuda, aunque sea un pollo conseguimos el mismo día para los niños, pero algo”, dice Nicole, mirando hacia el sombrero rojo en la puerta, como si le hablara directamente.
“Este año no ha sido fácil, pero seguimos aquí”, dice Sergio, sosteniendo la mano de su esposa.
Para cualquier ayuda o información sobre este caso, por favor contactar al número 809-713-6290, perteneciente a parientes cercanos.