Ciudad sitiada

A medio paso, en la antesala del báratro

En las mañanas y tardes, nunca hace falta el religioso que vocifera “la palabra de Dios”

En las mañanas y tardes, nunca hace falta el religioso que vocifera “la palabra de Dios”

Caminar a las ocho y media de la mañana, en la avenida 27 de Febrero con intersección Máximo Gómez, apresurada porque se supone que debo llegar más tempano a la Redacción de Listín Diario, donde actualmente estoy como pasante de Periodismo, es el afán de jueves a jueves desde hace tres meses.

Mientras camino hacia mi habitual destino, los rayos del sol golpean mi rostro al subir y luego bajar los peldaños del puente peatonal cada día. Es un dilema. Más cuando ya me han enviado con antelación la agenda que tengo que cumplir al llegar. Pero en el camino, de no haberla recibido, voy entusiasmada por ver qué me espera en el transcurso de la mañana, que es la tanda más activa de trabajo.

Al desfilar por el puente, y mirar hacia abajo, veo una panorámica aterradora, donde la imprudencia es el desayuno de algunos transeúntes: unos a pies, cruzan de manera arbitraria debajo del puente, y los del transporte público y privado cometiendo infracciones en las narices de los agentes del orden.

Los peatones reclamándoles, algunas veces a los agentes de la Digesett, cuando estos le impiden el acceso para cruzar por la rampa para discapacitados, pero al final, la necedad gana, lamentablemente.

En otro panorama, los motorizados agrupados como manadas, pisan sin reaparo alguno los pasos de cebras, otros cruzan en rojo: Estas son las infracciones normalizadas en las principales vías y calles recónditas del “país de las maravillas”.

Y como si fuera poco, otras personas que aparentan con más decencia, son unas “cajitas de pandora”, como es el caso de un joven de unos 25 años, que caminaba por su derecha, y al acercarse a mi intentó darme en un beso, pero cuando reaccione ya el atrevido iba lejos. Supongo que el universo conspiró para que no reaccionara a tiempo, porque ese día mi caso hubiese acaparado los titulares de los medios.

De regreso a casa, en la estación del Metro “Juan Bosch”, la larga espera obliga a dejar pasar tres y hasta seis viajes porque todos van como sardinas en lata. Sí que es agotador y una aventura, que hay que sonreír porque no queda de otra. La imprudencia, es el recurso que agota a Digna, una señora que a pesar de su edad, goza de una valentía y fuerza para empujar a quienes se resisten a que más personas ingresen al tren. Es increíble.

A medio ritmo en el andar se camina en la próxima estación, Juan Pablo Duarte, y pareciera que todos tenemos el mismo mal conocido con el nombre de “la impuntualidad”, porque marchan rápido, esquivando entre el gentío, en eso te pisan, te empujan y hasta ofenden a quien no les ceda el paso.

Y eso no es todo, en las mañanas y tarde nunca hace falta el religioso que vocifera “la palabra de Dios” retumbándole los tímpanos a cualquiera, como si su discurso proselitista no estuviera entre las prohibiciones del Metro. En fin. Sigue reinando la imprudencia. Pero dejaré para después los actos de amor, las risas y otras experiencias positivas, que regocijan mi corazón. No todo es negativo.