Ciudad

Un parque, un territorio

Migrantes africanos llegan a Europa

Desde el ventanal del salón de nuestro piso diviso las copas de los árboles que están al borde de la verja del Parque de El Retiro. Es como si el cuadro de un paisaje se insertara en la estancia y formara parte de la decoración. Para ser más exactos, la sensación es la de una pecera en la que no hay agua ni peces exóticos, sino un mar de verdor cuando es primavera y verano. En otoño la inmensa vasija se torna amarilla. Al llegar el invierno palidece y sus ramas adelgazan en la anorexia del frío.

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Vivir frente a un gran parque, que en el pasado era para uso exclusivo de reyes y desde hace tiempo pertenece a la ciudadanía para su disfrute, es todo un privilegio que se comparte con los que cada día trotan, pasean o se aman en los bancos del amplio recinto. Si sus numerosas estatuas hablaran, relatarían todo tipo de vivencias y anécdotas: la algarabía de los niños, los recién casados que posan para el álbum de fotos, las parejas que rompen, los titiriteros que se ganan la vida, las leedoras de cartas que trazan el destino en las líneas de las manos, las familias humildes que gozan de un día de descanso, la Feria del Libro en mayo y hasta los vagabundos que buscan la sombra para echarse una siesta.

Madrid

Es el Retiro un paraíso de atletas, culturistas y también de ancianos que se ejercitan en las máquinas dispuestas por todo el parque para pedalear o hacer abdominales. En sus explanadas los paseantes y turistas se detienen a mirar a quienes imparten al aire libre clases de yoga, de zumba, de patinaje y hasta de tai chi, con sus movimientos lentos en medio del ajetreo de la ciudad. El parque, que es uno de los pulmones de Madrid con más de 15.000 árboles, es un vergel domesticado por el batallón de jardineros que poda una naturaleza urbana para beneficio de quienes desean refugiarse del asfalto a lo largo de una caminata, una carrera o sencillamente en la contemplación desde un banco inerte.

Cerca de una de las entradas que da a la Avenida Menéndez Pelayo, este remanso alberga una biblioteca pública que lleva el nombre de Casa de Fieras de El Retiro, en homenaje al zoológico que se mandó a construir en tiempos de Fernando VII. Hoy es santuario de libros y de estudiosos que pasan horas en el luminoso edificio de ladrillos. Conservo recuerdos infantiles de aquel anticuado zoo, con sus pequeñas celdas con barrotes en las que deambulaban con infinita tristeza un león, una hiena, algunos monos. Se inauguró para que el monarca y su corte admiraran animales exóticos traídos de otros confines. En la España contemporánea se acabó por clausurar un recinto que no cumplía con las reglas de protección a los animales que, afortunadamente, hoy prevalecen. Actualmente la mayor cantidad de frustración que se respira en ese espacio es el de los opositores que estudian durante meses o años antes de enfrentarse a exámenes enjundiosos.

Ya no hay en el Retiro fieras enjauladas, pero en una de sus áreas, el pabellón de los Jardines de Cecilio Rodríguez (quien fuera Jardinero Mayor del parque), viven a sus anchas los pavos reales, unas criaturas mercúricas que oscilan entre el pavoneo indiferente y la mala leche, según el día. O, más bien, si están en celo, lo cual es bastante notorio porque emiten unos graznidos en la noche que se confunden con los maullidos de los gatos en celo. Son elegantes y distantes, como un eco lejano de aquella corte de nobles que paseaba con parasoles en los vericuetos de jardines amaestrados. Estampas costumbristas de un Madrid de antaño, ahora superpuestas con otras imágenes que plasman la diversidad de una sociedad más igualitaria en la que las clases sociales se mezclan y los inmigrantes y locales gozan por igual en un oasis gratuito y para todos.

En los días más tristes encontramos solaz en el Retiro. Han sido paseos marcados por la melancolía. El anticipo de la ausencia. También hemos reído en sus rotondas y frente a la estatua del Ángel Caído, ese espíritu celeste que desciende a los infiernos mientras los niños corretean ajenos a las mitologías del cristianismo. Al regreso, sentados de frente al ventanal, vemos la pecera que contiene un territorio de 125 hectáreas y cuatro siglos de antigüedad dentro de la ciudad. No sabemos si estamos dentro o fuera, pero navegamos en el verdor que inunda la estancia en el momento de la despedida.

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