Navegando en círculos
“El océano respeta al que aprende, pero castiga al que ignora.”
—Proverbio marinero—
Desde que el 15 de abril de 1844 se izó por primera vez el pabellón nacional en las aguas dominicanas la travesía ha experimentado singladuras azotadas por vientos huracanados y mares embravecidos.
La batalla de Tortuguero fue el primer hito de nuestro accionar naval, haciendo que la flotilla haitiana mordiera el salitre de la derrota en los mares del sur. Esa y otras hazañas navales de nuestros antepasados, formaron la conciencia náutica de nuestra incipiente nación.
Se han hecho esfuerzos de modernización esporádicos, muchos de ellos motivados por oleajes de tempestades políticas más que por un plan estratégico y sostenido de navegación.
El esplendor de mediados del siglo XX—bajo el empavesado de la dictadura—, con naves que surcaban orgullosamente nuestras aguas, fue oscurecido por buques anclados en la obsolescencia.
Tras la desaparición de los regímenes autoritarios, nuestra Armada, con ciertos líderes bien intencionados, se encontró a la deriva, azotada por los vientos partidarios, sin carta de navegación ni faro que orientara su rumbo.
Hoy, nuestra institución naval permanece con las velas replegadas evocando el ayer como un viejo marinero que relata historias de glorias pasadas en la taberna del puerto. Los retos actuales exigen contar con naves modernas y listeza operacional.
La realidad es que el mar, vasto y cambiante, no perdona a quien duda. El entorno geopolítico y las amenazas contemporáneas demandan que nuestro poder naval despliegue velas renovadas y refuerce su estructura desde la quilla al palo mayor.
La defensa y seguridad marítima ya no se limitan a custodiar las costas; implica enfrentar la piratería moderna y el extenso garfio del narcotráfico, proteger nuestros recursos pesqueros y responder a emergencias humanitarias y desastres naturales.
El proyecto “Armada del Milenio” lanzado en 2009, representó un esfuerzo planificado de corta duración para corregir el rumbo. Las ideas planteadas eran como estrellas en la bóveda celeste que guían a los marinos en la noche: inspiradoras y prometedoras.
Sin avezados comandantes en el puente de mando, esas visiones flotan a la deriva como buque errante.
La tripulación sigue siendo la propulsión que mantiene a flote la institución, pero hasta el más valiente necesita un buque resistente para enfrentar la tempestad.
Es tiempo de volver a zarpar con un plan de navegación estratégico y sostenido, con naves que no solo soporten el embate de las olas, sino que sean faros de disuasión y proyección de fuerza.
La modernización debe ir acompañada por un entrenamiento continuo, armamento adecuado y tecnología de punta. Hemos dependido de buques provenientes de valiosas donaciones. Necesitamos pasar a una transición hacia barcos y unidades menores acordes a nuestras necesidades. Y para eso, necesitamos un presupuesto, ejecutado por mentes nobles y capaces.
La inspiración de la Armada, “una profesión honorable”, con su cadena compuesta por eslabones que nunca deben volver a romperse, yace en nuestra esencia misma: somos un pueblo insular, hijos del mar, con tradiciones que se remontan a las primeras expediciones. Nuestro destino está inexorablemente ligado a esas aguas que nos rodean.
Se necesitan capitanes con visión náutica que lideren con integridad y tripulaciones dispuestas a bogar con fuerza y coraje. Se trata de garantizar que las futuras generaciones hereden un mar vigilado, protegido y aprovechado para el desarrollo de la nación.
Hemos permanecido navegando en círculos durante décadas, prisioneros de aguas conocidas, sin usufructuar plenamente el potencial que nuestro carácter insular nos exige aprovechar.
El puerto del progreso no espera a quienes dudan en zarpar. Es hora de aferrarse al timón de las convicciones y navegar con rumbo firme hacia un futuro promisorio. Que mañana se relate que, finalmente, avistamos nuevas costas y conquistamos esperanzadores horizontes.