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sin paños tibios

El silencio de la izquierda

No hay nada más grande en el mundo que un día detrás de otro”. Otra forma actualizada de reeditar el Eclesiastés o reinterpretar la rueda del dharma; el eterno retorno de lo idéntico nietzscheano que apela en su representación gráfica al círculo; porque un círculo no tiene principio ni fin, y, como la rueda, sólo tiene un propósito: rodar.

El poder es una rueda también. Una que se mueve al empuje de la historia, que a veces va hacia adelante, otras hacia atrás; aunque en ocasiones queda sin control y recorre cualquier trayecto, y, mientras lo hace, aplasta, destruye, y también abre caminos...

Toda revolución es eso. Una ruptura del orden natural, una subversión cualitativa dentro de lo cuantitativo. Grandes y radicales cambios en muy poco tiempo; tan rápidos que no hay lugar para asimilarlos, sólo para asumirlos, defenderlos y mantenerlos. Quizás porque la revolución no admite críticas, demanda que de tanto en tanto Saturno devore a sus hijos en una espiral de violencia que desencadena el terror revolucionario, manteniendo a tope la intensidad y radicalidad del proceso; un deux et machina ávido de sangre.

Toda revolución es violenta y tiende por naturaleza hacia el terror. Excluyendo la Gloriosa de 1688, todas lo han sido, porque sus protagonistas apelan a la pureza revolucionaria para impulsar o justificar cualquier medida. Mientras la derecha procura mantener el orden establecido –y acaso reforzarlo–, toda izquierda lucha por subvertirlo y convertirlo en una representación material de su concepción ideológica del mundo.

Muchas veces las ideas son simplemente eso, ideas. Aspiraciones impracticables que en el marco de un proceso revolucionario asumen vocación de brújula con catastróficos y conocidos resultados. Sobre la base de su auto abrogada superioridad moral, quienes aspiran o dirigen una revolución se creen por encima del bien y del mal, porque esas categorías morales no les aplican, porque la revolución justifica todo lo que sea, en nombre y dentro de ella.

Escuchar a Maduro en Venezuela hablar de revolución, de traición a la patria, verlo firmar la Ley Orgánica Simón Bolívar… que no es más que un formalismo jurídico para justificar la represión, la supresión de derechos fundamentales, la consolidación de la deriva autoritaria bolivariana, es cuesta arriba. Como también lo es ver a la dupla mefistofélica Ortega/Murillo esforzándose por superar en autoritarismo y tragicomedia histórica todos los límites, consagrando una tiranía familiar que haría palidecer de vergüenza al viejo sinvergüenza de Somoza… que no es poca cosa. O las pretensiones de Evo de volver y volver, aunque no pueda; o la Kirchner, metiendo la cuchara todavía, castrando el relevo.

Por suerte se puede escuchar la voz de Mujica, que consciente de la historia, pone los puntos donde van, y hace una llamado de alerta que debe ser escuchado… sobre todo por la izquierda dominicana, que irresponsablemente hace silencio ante tanta ignominia.