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SIN PAÑOS TIBIOS

La erótica de la bocina

 Siempre es lo mismo. Sólo cambia día, fecha, calle, personaje… Al final, la escena se repite en cualquier calle; la del motor o vehículo que todavía está lejos y ya en la distancia se puede escuchar el toque incesante de la bocina; el toque que no obedece a ninguna lógica funcional; que no respeta horario ni descanso.

El homo dominicanensis es un mamífero que tiene una fascinación erótica con tocar la bocina. Sin estudios científicos que avalen la afirmación, queda la imaginación para especular en torno a la pulsión vital que motiva al dominicano a tocarla una y otra vez, sin ningún motivo aparte o función práctica, como si en no hacerlo se le fuera la vida.

¿Cómo explicar desde la racionalidad que un individuo transite una calle y que en cada esquina, lejos de frenar o aminorar la marcha, toque la bocina y la cruce sin miedo? El dominicano subvierte el instinto de supervivencia inherente a todo ser vivo, y cruza la calle sin mirar, porque entiende que como tocó bocina, todo el mundo debe pararse.

Si los dominicanos fuéramos politeístas, uno de nuestros dioses sería la bulla. El escándalo es una marca país; la estridencia reina en todos los niveles, clases sociales, estratos, profesiones, etc. Hay gente que confunde decibeles con argumentos y entiende que mientras más alto hablen, más razón tendrán.

Esa concepción del ruido como vertebrador social ha crecido exponencialmente con el tiempo y hoy es un signo distintivo; un clasificador taxonómico de rango y categoría que hace que en cualquier área pública de esparcimiento –parques, playas, ríos, etc.–, subir todo el volumen sea la norma en una sociedad que, en términos mayoritarios, no percibe el ruido como una forma de violencia, sino todo lo contrario, como una expresión suprema de libertad individual.

En el caso del tránsito, los choferes dominicanos están firmemente convencidos de que la bocina tiene poderes mágicos, y que tocarla insistentemente hará que los carros que tienen por delante desaparezcan o despeguen volando… o que el agente de la DIGESETT dejará de cumplir la orden que tiene en determinada intersección de dirigir el flujo vehicular.

La bocina sirve pues para liberar dopamina y quien la toca se auto percibe con un poder de dirigir la vida de los otros que no va más allá del ruido generado, pero que basta para liberar las endorfinas en el torrente sanguíneo, en una dinámica repetitiva que se alimenta de bocinazos y se auto premia en un bucle sin fin de gratificación, que sólo se suspende cuando el ciudadano avanza brevemente.

No hay explicación para entender o justificar ese comportamiento atávico, salvaje y sin sentido práctico alguno; no al menos desde la lógica racional, aunque si –quizás– desde el marco de lo tribal o paleolítico, donde la ausencia de norma era la norma, donde la civilidad aún no existía… como aquí, que no existe. 

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