SIN PAÑOS TIBIOS

Las palabras están ahí

Las grandes religiones y los pueblos del Libro coinciden en que las palabras son manifestaciones del poder de la divinidad. Sea el I Ching, el Ghita, el Libro de los Muertos, el Pol Vuh; sea La Torá, La Biblia, El Corán; sean las tradiciones del Zohar, el Séfer Ietzirá, etc., todos atribuyen poderes a las palabras que van más allá de sus atributos fonéticos.

En la traición judeocristiana, Jeremías 1:19 dice: “Entonces extendió El Señor su mano y tocó mi boca. Y El Señor me dijo: He aquí, he puesto mis palabras en tu boca”, y Juan 1:1 dice: “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios”. Que en el principio era el Verbo, nos dice del poder de moldear la realidad de las palabras, y aunque para los nuevos gentiles sólo sirven para comunicarse, describir o transmitir conocimientos; antes de Juan los rabinos sabían que en todas las letras del nombre de Dios estaba cifrada la creación; algo que Borges sabía de sobra y en boca de él, Judá León también, cuando una vez pronunciado el “Nombre que es la Clave”, dio vida al Golem… como a Adán antes que él; como a Lázaro no tan antes.

“La palabra que no has dicho será tu esclava, la que ya has dicho te venderá”, decían los árabes; y “lo escrito, escrito está”, dijo Pilatos. Así las cosas, en tiempos donde la verdad se acomoda según las circunstancias, cobra más fuerza el Noble Camino Óctuple enseñado por Buda, donde el “hablar correcto” es una de las vías para el cese del sufrimiento y poder alcanzar el nirvana; o las enseñanzas de Epícteto y Marco Aurelio sobre la necesidad de decir palabras rectas, porque estas son el reflejo de un espíritu recto.

En el plano más local, terrenal y folclórico, con permiso del excelso poeta Mateo Morrison, las palabras están ahí. Y aunque quizás como sociedad comencemos a transitar senderos oscuros; o quizás nos tocará vivir tiempos aciagos en donde verbalizar ciertas palabras irritará epidermis sensibles y conllevará consecuencias… no hay que tener miedo, ni rabia, ni ninguna otra sensación que no sea la aceptación de que Newton lo había previsto todo, y que cada acción conlleva una reacción; y corresponde a cada quien –según su capacidad, circunstancia, coyuntura, reciedumbre de espíritu, o material esférico–, aceptar pagar el precio o no de esa libertad que ejercemos gracias a quienes pagaron un día el precio más alto, para que hoy pudiéramos disfrutarla.

Toda palabra es correcta si se corresponde con lo que siente el corazón de quien la pronuncia, e incorrecta si es falsa o traiciona su sentir. Que cada quien cargue la cruz que pueda o quiera cargar; que en la vida hay muchos papeles para interpretar, pero el único que importa es el que Dios ha decidido para cada quien, y, al final, sólo nos debemos a ÉL.