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Psicología del tránsito: Ignorancia sobre impaciencia
El precio de la ignorancia.
Vivimos abismados en eso que Ulrich Beck bautizó como la “sociedad del riesgo”. Aquí todo aumenta y se multiplica, menos la paciencia ciudadana. En naciones pobres, como esta, impaciencia y baja educación (cívica) combinan la fórmula perfecta para implosiones constantes y eventualidades trágicas.
El descalabro educativo es un fracaso personal; sus consecuencias, una hecatombe sociológica. El costo elevadísimo de la ignorancia no puede cuantificarse en términos reales, humanos, económicos y actuariales…
¿Maldad, desidia o pésima vocación? Los gobernantes dominicanos, unos más que otros, apostaron a la ignorancia de la nación; los resultados, visibles y soterrados, son atormentadores en cada rincón del país. En calles, callejones o autopistas el denominador común es invariable: la torpeza dispone, el instinto manda. La ceguera cognitiva, más que afrenta, enseña la desnudez de alguna tara. No es trastorno biológico ni problema psiquiátrico; denota el sesgo reflexivo que, a priori, impide reaccionar limitada y moderadamente con capacidad y autoconfianza. La incapacidad de moderación, poderoso vestigio de atraso sociocultural es la ofensa proyectante sobre la cual se desgaja, día tras día, el comportamiento nacional.
En gran medida, la conducta pende de capacidades y precauciones forjadas para, entre pulsiones instintivas y respuestas conscientes, anteponer la voluntad a las reacciones primitivas. Sin ese artesón, el instinto predomina desde la insatisfacción precipitada hasta la oscuridad del desenfreno actuante, de la torpeza bizarra a la ofuscación irreprimible. Dicho con vehemencia: el costo elevadísimo de nuestra ignorancia es un doble tributo social: pagamos por las frustraciones materializadas, por los desaciertos traumatizantes.
Aunque no hay anhelos inmerecidos, los dones son adjudicados limitadamente. De modo que la Educación es el único atributo que puede atajar canalizaciones irracionales y aptitudes deformadas. La ignorancia, el más elevado y oneroso precio de todos los apremios que impone una sociedad -como la nuestra- desorganizada.
Ningún descuido tiene mayor costo que la deuda cuantiosa que reclama la ignorancia. De ella, una tendencia peligrosa se abre paso entre nosotros, a diestra y siniestra, por la fuerza de la soberbia y sin mediar palabras: la impaciencia, compañera de la violencia ciudadana.
Psicología del tránsito.
Conducir vehículos de motor, además de adiestramiento técnico, es un acto psicológico en marcha. En principio exige tres condiciones sine qua non, indispensables. La atención, destreza cognitiva que amerita observación y sentido de alerta; nivela la conciencia poniéndola a tono con en el timón de la vida, es decir, procesa situaciones y responde adecuadamente al instante señalado con el mínimo de errores aceptables. La concentración, habilidad que mantiene estabilidad y permanencia. Interviene junto el tacto (la cautela) y dimana de la prudencia, una virtud cardinal insustituible para proceder en toda práctica humana. Y la reacción, respuesta sensata en momentos críticos y minutos de riesgo: en actitud preventiva y control básico del estado emocional.
Guiar es una operación ordinaria pero agotadora; pese a su simpleza, advierte de agilidad prudente y conciencia clara. Esfuerzo cognitivo que, desde el punto de vista empírico, remite al conductor ideal: vigilante y concentrado, que no se desvía ni presta atención a su alrededor, casi siempre saturado de distracciones superfluas.
La psicología del tránsito descifra tipos y capacidades del conductor promedio. Su diagnóstico basal y estandarizado audita que el 90% de los accidentes viales son provocados por errores humanos; apenas el 10% por falla mecánica, suceso imprevisto, causa fortuita o eventualidad inesperada.
Más del 30% de las desgracias corresponden a yerros por “conducción distraída” o negligencia injustificada. Los conductores inquietantes, imprudentes comunes, son aquellos que no obstante conocer el peligro jamás lo toman en serio. Abundan temerarios y abusivos de altas velocidades; el campo de los seguros les atribuye el 20% de todos los siniestros vehiculares.
El “chofer emocional” es sentimental, actúa por debajo de los parámetros esperados en velocidad y concentración, puede mostrarse evasivo y alterado, busca evadirse con bebidas y otras escapadas que, sobre ruedas, culminarán en fatalidades y desventuras.
El monótono es mecánico, goza de confianza excesiva, repite los mismos actos y entiende que “todo saldrá como siempre”, es decir, tiene conciencia del riesgo, pero justifica que “tiempo y habilidad en el empleo”, le bastan para seguir rodando...
Finalmente contamos uno de los peores niveles mentales: el conductor fatigado. Casi suicida. Agente del desastre. Amo y señor de aparatos pesados y accidentes aparatosos; cualquier adjetivo le resta a su hoja excesiva y desastroso legado... ¿Y la ley?