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Ética y política: La obligatoria convivencia

Sea por entendimiento obligatorio o menosprecio convenido, ética y política (experiencia y práctica) batallan en el mismo terreno donde precisan encontrarse. Sus alejamientos desmedidos son advertencia de debacle.

Los humanos nos las ingeniamos para lograr ambos inventos: la política, como finalidad organizadora de la sociedad y el Estado; la ética para evitar, dentro de lo posible, devorarnos. Los griegos develaron lo que pudiéramos llamar, en clave del pensamiento lógico, primer modelo tripartito de inteligencia pragmática, de índole terrenal: logos, pathos y ethos.

Con el decurso de las ideas, tras ese orden, llegarían los estudios de la razón, los sentimientos y la moral. En deuda para armonizar aquel ordenamiento difuso, afloraría la noción general de organización y administración de lo público: Politeia (Estado), Paideía (educación de los niños), Nomoi (leyes) y Areté (ethos), razón de convivencia mediante la virtud y el carácter.

Sócrates (470 a.C.-399 a.C.) creó su propio método basado en la duda y alumbró la mayéutica: una reflexión dirigida a cuestionar toda verdad fuese esta bien afirmada o poco convincente. Ese desafío, primero en su especie filosófica, contrajo la idea del idiota (idión), cuyo significado traduce “al que solo quiere ser él mismo” (Savater, 2012); es decir, quien no sabe, se desentiende o muestra indiferencia a la política.

En “El político: Radiografía Intima”, sustantivamente pedagógico, el maestro Leonte Brea (2013) sostiene que “su variedad de sentidos viene de Grecia, Sócrates y Platón la identificaron con la justicia y el bien común, Trasímaco lo hacía con el egoísmo y la hipocresía, y Aristóteles con el conocimiento de la polis”.

Surgiría así, como cada empresa de conocimiento occidental, del fascinante y no menos turbulento mundo griego; y perfiló, con hondura psicológica, los rasgos dominantes de la personalidad histórica del sujeto político...De tiempos remotos, polvorientos, cuando ética y política desfilaron juntas, acaso vinculadas por un esfuerzo opaco, primitivo y utilitariamente necesario.

Igual que la vida, matrimonios convenientes no siempre resultaron perdurables. Entonces decidieron tomar rumbos diferentes, de modo que la política apeló a la estrategia, la estética y, revestida de elocuencia, a la falacia y la mismísima demagogia. La ética, en cambio, leal a su letra de origen, frente al fastidio de la civilización en marcha, enlistaría otra escala de valores, retos y principios universales.

Con fines desiguales y objetivos contrapuestos, distanciadas, volverían a reencontrase en la Modernidad, y allí, urgidas de significantes comunes, pactarían una rara especie de arreglo encubierto o convenio disimulado.

El advenimiento de la posmodernidad reanudó esa compleja relación, tirante, de un lado; flexible, del otro. Momentos de separaciones dolorosas y retornos convenientes: la política continúa laborando en nombre del orden y de “lo que hay que hacer”, empeñada en trascender, con sentido y persecución de grandeza (Brea, 2013). La ética, intentando limitar o detener las clásicas ponzoñas del poder, ansias patológicas que -repetidas veces- yacen detrás de esa búsqueda obsequiosa...

La contienda, según Ortega y Gasset, retornaría entre el sujeto ideal y el individuo real, dicho sea, entre el ciudadano de las pequeñas virtudes y el líder decido y arrojado, que desafía el camino espinado de la gloria personal a cualquier precio…

Pero en política ni en ámbito alguno de la acción humana las cosas ocurren de manera tan fría y matemática, el tiempo y las razones revalidan la experiencia y, mal que bien, justifican que ética y política, por autoritaria necesidad y todavía a contrapelo del mutuo desprecio, siempre deberán matrimoniarse.

La ética examina el bien posible; la política, la gloria imaginable. Ambas declaran su adhesión al bienestar común y los proyectos sociales, pero esta no dudará en decantarse sobre la pendiente apologética y exultante de la historia. Llamada y sustraída por la trompeta de la trascendencia, acudirá a los sentimientos (frecuentes e infames) de grandeza. Ignorando riesgo calculado y amenazas contraídas, la predilección del sujeto político disputará en los campos fastuosos de quienes, ante cualquier otra meta, eligieron ser homenajeados....

Delante de la política, la ética avala el comportamiento de los servidores públicos y su comprometida función en los asuntos de gobierno.

El político, de innumerables páginas aborrecibles y oscuras, va inyectado por las lisonjas del camino, enfebrecido por el alborozo de los encomios más innombrables y entenebrecidos. Lugar específico donde la ética responde: preferible es permanecer en el silencio de los olvidados que acariciar reputación defraudando las generaciones que confiadamente te creyeron.