SIN PAÑOS TIBIOS
Tan cerca y tan lejos
La familia llegó sin muchas ganas de hacerlo, como si el tiempo les sobrara y los tapones no existieran en esta ciudad que muere lentamente. El esposo, la esposa y sus dos hijas se sentaron, y, en lo que el mozo traía los menús a la mesa, todos tomaron sus celulares y de inmediato su atención quedó fijada en las pantallas.
Yo estaba en la mesa del frente. He de decir también que la hija mayor tenía unos ojos hermosos, de esos en los que uno se pierde cuando los mira, así que toda mi atención se dirigió primero a ella; pero sólo por un fugaz momento, porque luego me puse a observar toda la escena que estaba proyectándose frente a mí, cual una obra de teatro postmoderna.
El tiempo comenzó a correr y allí estaba la tradicional familia nuclear; sentada, en silencio, todos chateando; cada uno interactuando en la pantalla de sus celulares sin prestarle atención a los demás; evitando hablarse porque -quizás-, no tenían sobre qué hablar entre ellos. Más allá de las críticas, ¿estaba viendo una situación deprimente o me sentía reflejado en su espejo? Admitamos -sin remordimientos-, que somos una generación de transición hacia un nuevo modelo de convivencia social que será determinado y condicionado por la tecnología; y que dicho escenario futuro -salvo un quiebre distópico- es irreversible, de la misma forma que la rueda, el hierro, la imprenta o la electricidad, lo fueron en su momento.
Estamos a las puertas de una nueva era en que las dinámicas de interactuación no serán espontáneas, sino que un algoritmo las predeterminará. Nosotros, los del medio, apenas podremos sobrellevar el proceso, pero las nuevas generaciones se relacionarán de otra forma que aún no podemos visualizar.
No se trata de ser mal educado o no, cuando al momento de quedar con varios amigos en un lugar, tan pronto como uno comienza a revisar su celular -incluso en medio de una conversación-, los demás le imiten al unísono, se sumerjan en su realidad táctil y se haga de pronto un silencio en la mesa; uno tan pesado como si fuera producido por un hechizo, el de la magia del celular; la que anula la socialización real, presente, cercana y la difiere hacia otro plano, espacio y contexto. En esta sociedad fracturada que se resquebraja aún más, pienso en aquella maldición china… ¡Qué tiempos tan interesantes estamos viviendo!
¿De qué habló esa familia, si duraron casi todo el tiempo mirando el celular? Una imagen triste y desoladora que desgarra el alma, pero que ya es cotidiana y común. Revisar el celular es adictivo; evadirse de la realidad inmediata y el diálogo cercano es una necesidad. No hay salida posible que no sea un gran pulso electromagnético solar que ponga el millero en cero, y nos retrotraiga a la era preindustrial… y ni así. Todos estamos condenados a ser esclavos de la tecnología, incluso yo, que mientras observo con pena a esa familia, agarro la hamburguesa con una mano, mientras que con la otra escribo esto.