La República

Lecciones de Robert Oppenheimer

Por mucho que quisiera parapetarse en el mundo académico, el creador de la bomba atómica nunca pudo eludir el impacto de las imágenes de destrucción y muertes masivas que causaron las nubes atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki

Cuando escribo este artículo aún no se ha estrenado el filme Oppenheimer, dirigido por Christopher Nolan. La expectación es máxima y las críticas ya apuntan a que el cineasta británico ha acertado plenamente centrándose en uno de los personajes clave del siglo pasado, el científico J. Robert Oppenheimer, quien ha pasado a la historia como el “padre de la bomba atómica”.

Como anticipo a una de las películas más esperadas del año veo el documental To end all war: Oppenheimer & the atomic bomb, en el que el propio Nolan, expertos en materia nuclear y biógrafos del impulsor del Proyecto Manhattan valoran los claroscuros de un genio lleno de contradicciones que fue responsable de crear una portentosa arma letal gracias a la cual, según sus defensores, propició el fin de la Segunda Guerra Mundial con la rendición de Japón tras la destrucción nuclear en Hiroshima y Nagasaki que acabó con la vida de más de cien mil personas.

En el documental se menciona que poco después de la prueba que se realizó el 16 de julio de 1945 en el desierto de Nuevo México, Oppenheimer llegó a lamentarse de lo que le esperaba “a esa pobre gente”, refiriéndose a los planes del gobierno de Estados Unidos de bombardear lugares estratégicos en Japón para doblegar a un enemigo formidable. Lo paradójico es que esa noche de verano por primera vez el grupo de científicos liderado por el reputado físico vio, entre el asombro y el pavor, la gran nube que producía una bomba atómica de la que todavía no se conocían sus consecuencias en urbes pobladas, pero que ya su creador intuía que, además de cambiar para siempre el curso de los avances científicos y el ámbito bélico, sería devastadora.

Robert Oppenheimer en la vida real, y el personaje de la película

Oppenheimer nunca se lamentó públicamente de los efectos de su descomunal proyecto financiado por el gobierno de Franklin D. Roosevelt y posteriormente Harry Truman, pero sí llegó a respaldar políticas de desarme nuclear hasta convertirse en una figura incómoda para Washington y el Comité Asesor General de la Comisión para la Energía Atómica, que hasta entonces lo consideraba una figura incuestionable. Asediado por la caza de brujas del macartismo, en sus últimos años se refugió en su actividad académica en la Universidad de Princeton, donde compartía cátedra con otro gigante de la ciencia, Albert Einstein, también involucrado en el desarrollo de la bomba atómica, de lo cual llegó a arrepentirse, considerándolo una “gran desgracia”.

Si algo supo muy pronto Oppenheimer era que no había retorno una vez que se abrieran las espuertas de la era nuclear, pero sí llegó a señalar lo que, a su juicio, diferencia la poesía de la ciencia: “El meollo de la ciencia es aprender a no cometer el mismo error nuevamente.” Sin embargo, esta reflexión no parece obedecer a la realidad de la política. En estos momentos, cuando se libran batallas decisivas en el conflicto Rusia-Ucrania desatado por la invasión dirigida por Putin, Estados Unidos ha enviado a Kiev las muy polémicas bombas de racimo, cuya fabricación está prohibida en más de un centenar de países.

Está de sobra documentada la letalidad y el daño que producen en poblaciones (sobre todo en niños) este tipo de bombas que comenzó a usarse en la Segunda Guerra Mundial. Desde la década de los setenta hasta los noventa, las bombas de racimo se convirtieron en submuniciones lanzadas desde el aire que pueden impactar un área del tamaño de hasta cuatro campos de fútbol. Asimismo, como sucede con las minas antipersona, pueden detonar años después hiriendo o causando la muerte de civiles. Hoy en día potencias como Francia, Reino Unido y Alemania suscriben un tratado internacional que prohíbe la fabricación, distribución y uso de estas armas, pero otras naciones como China, Irán, Israel y Siria no se ciñen a las normas que defienden organizaciones de derechos humanos. Desde el principio de la invasión Rusia ha empleado bombas de racimo y Kiev ha respondido de igual manera. Tampoco Estados Unidos obedece las prohibiciones que se establecieron en la Convención de Oslo en 2008; tanto en la invasión de Afganistán como en la de Irak las fuerzas militares estadounidenses hicieron uso de las bombas de racimo, también llamadas de fragmentación.

El gran científico Albert Einstein y Robert Oppenheimer en una amena charla en aquellos tiempos donde la ciencia comenzaba ser usada como arma de destrucción masiva.

A petición de Volodomir Zelenski, que considera primordial contar con la mayor cantidad de artillería para vencer al invasor ruso, Joe Biden ha accedido a incluir el envío de bombas de racimo como parte del millonario paquete de ayuda militar que Washington ha destinado a Ucrania. Sobre esta decisión, el presidente estadounidense ha admitido que le resultó “difícil” tomarla. Los aliados occidentales y organizaciones de derechos humanos no ocultan sus reservas sobre las consecuencias que puede tener en el territorio ocupado el uso que hagan unos y otros de un arma de gran capacidad destructiva.

Por mucho que quisiera parapetarse en el mundo académico, el creador de la bomba atómica nunca pudo eludir el impacto de las imágenes de destrucción y muertes masivas que causaron las nubes atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. Muchos años después, cuando se discute si las bombas de racimo pueden ser determinantes en la insensata guerra provocada por Putin, resuena la conclusión a la que llegó Oppenheimer: “Supimos que el mundo ya no sería el mismo.”.

HOY EN DÍA POTENCIAS COMO FRANCIA, REINO UNIDO Y ALEMANIA SUSCRIBEN UN TRATADO INTERNACIONAL QUE PROHÍBE LA FABRICACIÓN, DISTRIBUCIÓN Y USO DE ESTAS
ARMAS, PERO OTRAS NACIONES COMO CHINA, IRÁN, ISRAEL Y SIRIA NO SE CIÑEN A LAS NORMAS

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