Crimen y castigo
Los cubanos de mi juventud aprendimos consignas, militancias e imágenes profanas; diversas claves con la ilusoria fe en sobrevivir con dignidad. ¿Qué dañó todo?: La manipulación social, el chisme, el liderazgo falso, el andar agazapado, el temor, la censura y la autocensura.
Nos gustaba hacer pupú fuera del cajón. No eran tiempos de pandemia, pero sí de otros contagios. Se podía fumar en autos, ómnibus, aviones, restaurantes, hospitales, cines y donde mejor se visionara. El humo, inadvertido a ojos luz, penetraba en las colillas abandonadas, o en la ega de cigarrillos caseros, hechos con papel cebolla. Buscábamos falsos tesoros. Las novias no pedían nada a cambio del ulular apasionado y se dejaban llevar al trono de los dioses con alas y membretes saltarines. Con zapatos gastados, sin ropa interior y pantalones remangados creímos en conquistas. Evitábamos pasar por las iglesias. Babalaos y brujeros lucían emblemas respetables, y entre otros privilegios, se daban el gusto de obligar a iniciadas e iniciados a raparse los cabellos, vestir de blanco y usar turbantes. Eran tiempos de orfandad y misericordia. Sabíamos de todo y también de nada. Las horas transcurrían en espera de ómnibus fantasmas. Otros cruzaban llenos de ciudadanos colgantes, burlando nuestra estúpida esperanza de abordaje.
Crecimos sobre nuestras propias espaldas: A lo lejos, el cielo nos era afín y las olas, furiosas, intentaban destruir el muro del malecón. Las chavetas de los tabaqueros caían sobre sus mesas productivas como aplausos metafóricos a lectores visitantes.
Los cubanos de mi juventud aprendimos consignas, militancias e imágenes profanas; diversas claves con la ilusoria fe en sobrevivir. ¿Qué dañó todo?: La manipulación social, el temor, autocensura... Con el paso del tiempo se perdió aquella belleza libertina porque todo tiene un final.
¿Cuál fue? Propagar la falta de locura. Mis pantalones, a veces sin abotonar, conocieron el rostro del zurcido. Mi cintura era de talla 36 pero aquí en Santo Domingo ya voy por la 30.
Me siento feliz de trabajar en un medio de prensa donde se lucha por la verdad incómoda. Me rodeo de gentes que valen la pena. Para otros, tal vez no importe. Para mí, eso no tiene precio aunque nunca me aumenten el sueldo, ni me den una medalla. Salgo todos los días a reencontrarme porque creo en los demás sin importarme cómo viven o piensen. Converso con jóvenes. Escucho sus sueños porque son un mundo aparte, complicado y hermoso en el que vale la pena creer. No debato ideologías porque todos tenemos el derecho de esperar la medianoche, sin invocar el tableteo de ametralladoras.
Aprendí que solidaridad es una mala palabra en boca de manipuladores. En Santo Domingo la conocí desde otro ángulo, alejado de mi familia. Muy poca gente sabe el poder de la reinvención cuando aparece en forma de correspondencia dentro de una botella vacía, lanzada al mar. Soy mi propia bocina. No usurpo el nombre de nadie ni invoco la desesperanza. Esa tal vez puede ser la diferencia entre un hombre que sabe morir y otro que ya está muerto, y no quiere saberlo. Mi primer hogar en Santo Domingo fue una pequeña habitación dentro de un apartamento. Allí quedaron rastros de papeles con los que soñé llegar al infinito. Conmigo vivían dos jóvenes cordiales y para ellas fui como un hermano mayor en busca del reencuentro.
Para mi suerte, una tenía un novio de sangre cubana: Además de músico, pescaba cada anochecer en las costas de Haina. Un día los convoqué para un juego de adultos. Con una prenda oculta en manos, el repartidor simulaba depositarla entre los concursantes, pero solo un elegido la tendría, casi de manera invisible. El resto, uno por uno, debía descubrir al agraciado. Casi siempre se fallaba y cada perdedor debía cumplir un castigo impropio: Desde subirse a un árbol de noche hasta desnudarse en público. En el juego de mi nuevo apartamento dominicano, los castigos no eran tan drásticos: el perdedor pagaría la cena, o trapearía la casa el fin de semana, o deshojara en mil pedazos su libro preferido delante del grupo.
Una vez mi castigo pecó de inolvidable. Me impusieron enamorar a una anciana que vivía en el apartamento de al lado y cada día me guiñaba un ojo. Lo hice y sudé la gota gorda. Solo que fue un simple enamoramiento para cumplir el castigo. La doña se quedó esperando en su habitación, sin vestir, o vestida en paños menores la compañía que nunca llegó.