El ‘‘agüita’’ de Olivorio
Oliborio Mateo vive como a principios de siglo XX, y su sangre se confunde con el agua que cae de los ojos del cielo y se derrite entre el tenue resplandor de las montañas
Olivorio Mateo no murió en 1922, acribillado a balazos por las tropas interventoras de los Estados Unidos, en las montañas de San Juan de la Maguana. Tampoco dejó de existir cuando fue apuñalado por unos desconocidos a la entrada de su casa, al pie de la Maguana Abajo. Nadie puede demostrar que al momento de caer por la falda de una montaña, su cuerpo fue a parar al fondo de una cueva. Ese atardecer -cuentan testigos de excepción- se detuvo a mitad del cielo y un ave surcó del horizonte volando al infinito. Todos sus entierros, al igual que todas sus muertes, fueron inútiles. Sus tumbas, invisibles y alteradas, desafían al captor: Olivorio Mateo vive como a principios de siglo, y su sangre se confunde con el agua que cae de los ojos del cielo y se derrite entre el tenue resplandor de las montañas. Hoy, corre por todo San Juan sin prisa y con la magia en cada rastro del tiempo. A veces brilla con la brisa del amanecer y otras sube por los valles ciegos que sólo saben recibir el gesto bendecido. Olivorio Mateo es el rostro de San Juan, el símbolo mayor del turismo religioso. Las gentes corren y rondan sus poderes porque saben que él está en el mundo para ayudarlos a vivir. Entre el rito y el rumor transcurre la aventura que a fin de cuentas no es más que un auto de fe. Hoy, se ha levantado un santuario en su honor. Allá, al pie de la montaña, lo sagrado toma la forma del agua que hace las veces de puerto de resurrección.
Allá, en ese templo, junto al recogimiento y la oración, hay espacio para el sosiego y la paz. El viajero sabe que del agua sale el poder de su existencia. Y por eso no deja de llegar todos los días, a todas las horas, a dar vueltas alrededor de las cruces, a encender velas y velones, a rezar por su alma y a bañarse en el agua bendita. Y al final, todos cargan con envases de agua sagrada que horas después será rociada en íntima privacidad. Al templo se puede llegar a pie o en vehículo, al igual que al alma de Olivorio. El sabio inmortal sonríe desde su oculta forma de encrucijada. Es feliz entre tanta gente que lo ama y lo requiere.
II
Tal vez por su rara condición de tierra prometida, San Juan de la Maguana trasciende más por la fama de sus ‘‘sabios’’ que por la fertilidad de su valle. Los turistas acuden a ella en busca de respuestas al milagro de vivir. El prestigio de sus codiciadas habichuelas y el verdor inconfundible de sus plantaciones de arroz no ha llegado al mundo con la misma fuerza que los poderes curativos para los seres humanos de aquellos que predican la fe como parte de sus propias vidas, como seguidores de un acto divino.
A partir de la mítica figura de Olivorio Mateo, cientos de hombres y mujeres han marcado la historia de San Juan. Pero ninguno ha superado la leyenda del escurridizo profeta montañez, que no sólo se destacó por sus poderes curativos, sino por sus simpatías redentoras en las luchas anti intervencionistas de la nación.
La realidad saltó a la tradición, y de ésta, al mito. La fama de Olivorio Mateo ha sobrepasado todas las expectativas populares y la obra de sus seguidores. En busca de remedios salvadores, hoy vienen turistas de los cuatro continentes a rezar en su santuario y a bendecirse con su agua.
Y muchos de ellos consultan a los nuevos misioneros esperando que por sus bocas salgan los consejos y premoniciones del otrora ‘‘sabio’’.
De un tiempo a esta parte, la rudimentaria manera de servir a la sociedad a partir de las consultas espirituales ha variado. Sin embargo, todas mantienen como principal atributo el desinterés. Ningún orador sanjuanero fija determinada tarifa. Los ‘‘pacientes’’ entregan el dinero que puedan o tengan y nunca como pago, sino como forma de preservar la pureza de la acción benefactora al estilo de Dios: sin pedir nada a cambio. Ahora, la modernidad no ha incluido lujos especiales. Estos mensajeros no se ganan la vida por dictar profecías. Mal visten, mal comen y mal viven, al igual que la mayoría de sus consultados. Tienen ingresos fijos gracias a los oficios que ejercen: obreros agrícolas, empleados o mensajeros.
Sus métodos son muchos, variados y autodidactas: desde la interpretación de los mensajes de la mente hasta la lectura de cartas, la taza con un sorbo de café en el fondo, o la simple confesión. Nunca se han involucrado en ritos de sangre o en sacrificios de animales, ni han aconsejado a nadie resolver sus problemas de salud o emocionales a partir de la violencia. El intercambio verbal es la principal fuente de información. Pero también descubren datos de interés en el brillo de los ojos o en la cadencia del cuerpo en el instante de la confesión.
Los castigos por ‘‘pecar’’, no trascienden por sus excesos. Por el contrario, el rezo espiritual es la fuente de ‘‘pagar’’ la deuda ante Dios, así como una buena conducta, y la promesa de repartir amor y paz a su paso por la vida. Además, los misioneros de San Juan tienen otra distinción que los proyecta como paradigmas: ninguno invoca promesas contrarias a la moral, a las buenas costumbres y a la integridad física contra sus semejantes.