Los espejuelos de Dios
Si preguntaran cuánto tiempo duró, tendría que responder que fue cosa de “tiempo, tiempos y medio tiempo”.
Ese día entré a una capilla donde tienen en adoración a Jesús Sacramentado durante doce horas al día.
Estábamos en el santuario unas pocas personas, las cuales fueron retirándose paulatinamente, hasta que solamente quedamos (eso sí que lo recuerdo muy bien) un hombre de aspecto miserable que había entrado al sitio santo con todo y su venta: un burro de espejuelos de fantasía, y yo.
Tengo la impresión de que dormí profundamente, y soñé la historia que les refiero a continuación:
En la misma capilla el señor se acercó y me invitó a que usara unos espejuelos que sacó de entre los tantos que vendía. Le respondí que tenía mis propios espejuelos y no me interesaban otros. El hombre sin desanimarse un instante insistió con mucha delicadeza y gran autoridad que probara los espejuelos que ofrecía. Sintiéndome en cierto sentido hasta ridículo, accedí muy en contra de mis reparos humanos, a ponerme las gafas.
No tengo palabras para expresar la sensación de bienestar que me invadió al contemplar la vida a través de estos cristales; pero, sin lugar a dudas, lo más impactante fue que el buhonero de espejuelos se transformó en el hombre que paso de inmediato a describir.
Alto, de tez quemada por el sol y cabellos castaños. La mirada de un color indefinido y de fuego. Manos moldeadas por el trabajo y la voz suave pero capaz de tronar. Aunque no era de mucha edad—tendría poco más de treinta años—una barba corta le daba el aspecto de ser más viejo.
Su ropa se limitaba a un túnico corto de una sola costura, pantalón de faena y sandalias.
Mis deseos hubieran sido los de quedarme sin salir del oratorio, arrobado por la sensación de plenitud que me invadía, cuando esta persona a quien no me dio tiempo de preguntar nada, me dijo:—
Sígueme.
Abandonamos el lugar y marchábamos rápido. Cada vez más rápido. Aunque sin sentir ninguna fatiga. Avanzamos unos bloques para internarnos en un barrio donde salieron a saludarlo. Me impresionó que un joven fuerte salió de un salón de billar y le dijo:—¡Qué dice el hombre que habla en carambolas! Y él le respondió:—Querrás decir en parábolas. Entonces, otro más viejo y que tenía el mingo en la mano exclamó:—¡Ese es un taco de hombre!
Continuamos nuestro recorrido y al pasar por el frente de una gallera le llamó la atención la bullaranga que salía de adentro manifestándome de inmediato su deseo de que entráramos. Al penetrar fuimos acomodados en uno de los pocos espacios disponibles. Nos dio tiempo para ver cómo casaban una pelea de gallos que estaban “tapaos”. La concurrencia masculina vibraba de entusiasmo, y comenzaron las apuestas, dividiéndose los presentes. Y unos pujaban al “cenizo” y otros al “indio”.
Acto seguido el juez de valla, un hombrecito bastante experimentado, examinó los contendores, ordenándole a los dueños que los soltaran.
Comenzó de inmediato una carnicería de espuelazos y sangre seguida por los saltos y las ovaciones de los parciales de cada gladiador. Y fue cuando mi inefable compañero, se tiró de un salto a la arena y agarró uno de los gallos (al “indio”). Aprovechó el silencio que sigue al desconcierto, y comenzó a predicarles acerca de la paz—dándoles la paz—y exhortándolos a que cambiaran de vida y abandonaran esas prácticas de coliseos paganos.
Las rechiflas no se hicieron esperar, seguidas de malas palabras y de insultos. Entonces el juez de valla, después de detener solemnemente las apuestas, le ordenó en un tono descompuesto que soltara a Barrabás (caímos en cuenta de cómo se llamaba el gallo); pero, las graderías empezaron a tronar: Barrabás, Barrabás…
Salimos de aquel infierno evadiendo frases de desprecio y agresiones de algunos apostadores. El Señor solamente dijo:—Siempre piden lo mismo.
Adelantando el paso –realmente no entiendo cómo avanzábamos tan rápido- pasamos frente a un hotel de la ciudad, y expresó que deseaba entrar porque un amigo –Freddy Ginebra- tenía una fiesta y lo había invitado. Entramos y saludando se amarró un mandil en la cintura y comenzó a servir de mesero junto a mucha gente que también lo hacía.
Ya me divertía escuchando la música, pues amenizaban con “Ojalá que llueva café”, cuando mi inefable amigo pidió que saliéramos. Él únicamente comentó:—El que quiera ser el primero, hágase el servidor de todos.
Sin hacer más comentarios llegamos a la velocidad del vértigo a las puertas del Palacio Nacional. Con gran autoridad y dignidad mi compañero, seguido del que escribe, subió las escalinatas de la casa de gobierno, y pasando por distintos puestos de guardia, llegamos al antedespacho del presidente. Seguimos avanzando sin que nadie nos saliera al paso y encontramos el despacho vacío.
Esta oficina decorada sobriamente tiene un escritorio con algunos libros. Banderas, una televisión y teléfonos de colores. Quise hacerle algunas preguntas de política a mi amigo, pero éste se quedó contemplando una imagen de la Virgen María que también hay en ese despacho. Al momento que le fui a poner el tema… se llevó un dedo a los labios indicándome que hiciera silencio. Y procedió a orar durante un largo rato. No sé, ustedes sabrán cómo son los sueños: “tiempo, tiempos y medio tiempo”.
Salimos y pasamos la noche consolando enfermos en los hospitales. En muchos hospitales de la ciudad.
Después me dijo que debía hacer una diligencia. El lugar tenía un letrero al frente que decía: Cárcel Pública. Me pidió que lo esperara afuera… ya cuando me estaba casi preocupando, salió y estuvo un tanto taciturno. Le pregunte si pasaba algo. Entonces, caracterizándose dijo que: “a nadie le agrada estar, siquiera de paso, en el infierno”.
Finalmente, nos apersonamos a un tribunal donde juzgaban un inocente. En ese sitio me quedé contemplando sobre la mesa del juez, “El Cristo de los Estrados”. Y en uno de los recesos se me reveló de esta forma. Me dijo:—Soy abogado. Y pasé a decirle que yo también era abogado. Le pregunté que dónde ejercía su abogacía. Sonrió, manifestándole que demandaba compasión para este mundo sentado a la derecha de su Padre. Entonces, como estábamos entre abogados, le pregunté:—¿Cuál es tu argumento? De inmediato mostrando las manos me enseñó las llagas.
Desperté todavía en la capilla. El hombre de los espejuelos no estaba. Con mucha alegría salí del sitio santo y abordé mi automóvil.
Abrí la guantera y cayó un papel. Era la receta del oftalmólogo recordándome que debo cambiar los lentes.