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La representación jurídica del Estado

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Julio Cury y Emery Colomby RodríguezSanto Domingo, RD.

Desde tiempos inmemoriales, el imaginario colectivo ha percibido al presidente de la República como una suerte de César republicano, hipertrofia que fue abonada por la sumisión rebañega de los demás poderes públicos, penosamente latente, y por la inexistencia de otrora de vías recursivas para impugnar sus actos. No fue sino a mediados del pasado siglo que mediante la Ley núm. 1494, se instituyó el Tribunal Superior Administrativo, al cual se le reconoció la competencia de conocer la conformidad legal de lo actuado por la Administración Pública.

Se trataba, sin embargo, de una institución de justicia retenida, toda vez que tanto sus miembros como el secretario eran designados por el presidente de la República. Lejos de gozar de independencia para resolver los conflictos que se sometían a su consideración, ese órgano era caja de resonancia de la voluntad de Trujillo, cuyos asesores habrían pretendido reproducir en su provecho los poderes de Napoleón, quien además de elaborar las leyes, reglamentarlas y aplicarlas, solucionaba las contestaciones litigiosas a través del Consejo de Estado que controlaba.

En 1951 se produjo un gatopardismo: le endosaron las atribuciones de dicho tribunal a la Cámara de Cuentas, cuyos titulares, pese a ser nombrados por el Senado, eran de ternas propuestas por el Poder Ejecutivo. Varias décadas más tarde, se promulgó la Ley núm. 13-07, que además de consagrar un sistema de control jurisdiccional de la actividad administrativa, creó el órgano judicial que, de conformidad con la sexta disposición transitoria de la Constitución del 2010, pasó a denominarse Tribunal Superior Administrativo.

Quizás fue entonces que empezó a desenraizarse la idea de que Estado y Poder Ejecutivo eran un solo haz. El siguiente esfuerzo se hizo en la Ley núm. 41-08, cuyo art. 4.1 definió al Estado así: “Conjunto de órganos y entidades pertenecientes a los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, incluyendo las entidades municipales, así como los órganos constitucionales como la JCE y la Cámara de Cuentas”.

Indudablemente es el sentido de Estado-organización, sobre el que Agustín Gordillo, referente por obligación del Derecho Administrativo, enseña que es “[…] el conjunto de órganos jurídicos a través de los cuales actúa la figura jurídica que personifica al pueblo en el ámbito del derecho”. Ese es el significado, añade el tratadista argentino, que provee al Estado de personalidad jurídica, o mejor, el que lo convierte en “[…] un punto de imputación de hechos y actos humanos, los de los funcionarios, jueces, legisladores”.

Como se aprecia, la voluntad del Estado-persona jurídica no la expresa aisladamente el presidente de la República, sino una suma de órganos. No sin razón, el legislador de la Ley núm. 247-12 precisó que el Estado es un ente público, lo propio que el Distrito Nacional, los municipios y distritos municipales, los cuales están constituidos por dos órganos complementarios entre sí: el Concejo de Regidores y la Alcaldía.

Siendo el Estado un ente, ¿qué órgano despliega sus competencias? Una calificada doctrina ha venido haciendo hincapié en un aspecto que en los sistemas parlamentarios no da pie a discusión: que en los regímenes de corte presidencialista, el delegado de la función ejecutiva no personifica del todo al Estado. Aclaremos esta aparente paradoja. Calcando el modelo de EE. UU., nuestro texto supremo le confiere al presidente de la República los títulos de jefe de Estado y jefe de gobierno, confluencia que unifica en un órgano unipersonal lo que en los sistemas parlamentarios se desdoblada en dos.

De ahí que el art. 128.1 constitucional le reconozca al primer mandatario, en condición de jefe de Estado, un catálogo de potestades formales que se contraen esencialmente a “representar la soberanía y simbolizar la unidad nacional ante el concierto internacional”, como explica Diego Younes Moreno en su magnífica obra Derecho Constitucional.

En efecto, son funciones protocolarias, representativas y certificantes: presidir los actos solemnes de la nación, someter al Congreso Nacional los acuerdos internacionales que celebre en nombre del país, conceder indultos, promulgar leyes, dictar decretos y reglamentos, entre otras. No son más que las atribuciones que en los regímenes parlamentarios se le adjudican al jefe de Estado, pero como en los presidencialistas ese rol es desempeñado por la misma persona que hace las veces de jefe de gobierno, no siempre reparamos la calidad en que el mandatario ejerce su repertorio potestativo.

Y eso, tal vez, contribuye a acentuar la mitificación omnicomprensiva alrededor de la figura del presidente de la República. Sea como fuere, esa afluencia, hermanada de la incontrovertible desconexión entre Poder Ejecutivo y Estado, ha aparejado la alteración gradual del esquema originario de la personificación de este último, dando paso a una novedosa teoría que distingue entre personalidad jurídica interna y externa. Empecemos cediéndole la palabra al eminente profesor Luis Cosculluela Montaner:

“La personificación del Estado tiene así una plena operatividad en el marco del derecho internacional, donde se relaciona con otros Estados y organismos internacionales, en cuyo ámbito no se distingue qué órgano interno del Estado ha producido el acto o norma discutido. El Estado en este ámbito es una sola unidad jurídica, en virtud de la personificación. A nivel de Derecho interno, sin embargo, se ha construido una nueva personalidad jurídica, la del aparato organizativo dependiente del Poder Ejecutivo a través del cual se satisfacen los intereses públicos: es decir, la Administración Pública. Esta personificación jurídica dota de entidad a ese aparato organizativo, lo identifica en el mundo del Derecho como entidad independiente, centro de imputación de normas y relaciones jurídicas. Y esa persona jurídica, como cualquier otra, puede comparecer ante los tribunales, ser demandada por otras personas físicas o jurídicas, y en su caso, ser condenada por sentencia”.

El ilustre García de Enterría comparte esa opinión: “La personalidad del Estado en su conjunto es sólo admisible en el seno de la comunidad de los Estados (el Estado en cuanto sujeto del Derecho Internacional, en su relación con los otros Estados). Desde el punto del ordenamiento interno, no aparece, en cambio, esa personalidad un tanto mística del Estado, sino sólo la personalidad propiamente jurídica de uno de sus elementos: la Administración Pública”.

La mutación doctrinaria en torno a este tema es igualmente socorrida por Santamaría Pastor:

“La vigente Constitución, en chocante paralelismo con lo que en su día hizo la Ley Orgánica del Estado, silencia toda referencia a la personalidad jurídica del Estado o de la Administración. Este atípico silencio no puede interpretarse, a mi juicio, más que como una muestra de perplejidad del legislador constituyente que, quizá, no quiso terciar en el contencioso teórico entre la tesis doctrinal de la personalidad jurídica del Estado, clásica en el derecho de los sistemas democráticos europeos, y la realidad legal de la personalidad jurídica de la Administración, avalada por un amplio consenso del sector administrativo de la doctrina jurídico-pública”.

Como se ve, el derecho público moderno ha revaluado el concepto del Estado-persona jurídica, negándole al primer mandatario su representación en el ordenamiento interno. Tratándose de un todo formado por una pluralidad de órganos, y en ausencia de una norma constitucional o legal que determine lo contrario, es claro que no pueda personificarlo el titular de uno de los órganos.

¿Tiene el presidente de la República potestad para delegar en abogados la representación del “yo común” por ante tribunales del orden judicial? A decir verdad, ni el art. 128 constitucional ni el art. 16 de la repetida Ley núm. 247-12 consagran esa facultad a favor del presidente de la República, lo que desde ya le pone un asterisco a la pregunta abierta. Y esto así porque la parte in fine del art. 4 de la Carta Sustantiva circunscribe las atribuciones de las autoridades públicas a las que sus normas o las leyes reconozcan, principio de vinculación positiva que en cuanto a la Administración Pública reitera el art. 138 de la propia Carta Sustantiva y, además, el art. 12 de la Ley núm. 247-12.

Por supuesto, los autores de este trabajo conocen de la existencia de la Ley núm. 1486, mas sería muy cuesta arriba interpretar de forma originalista esa legislación de lleva a cuestas poco menos de un siglo. El concepto que el legislador de la época tenía sobre el Estado descansaba en el regazo absolutista de Trujillo, a tal punto que el 9 de noviembre de 1932, o sea, seis años antes de promulgarse la Ley núm. 1486, las mismas cámaras legislativas le concedieron, en sesiones celebradas en Santiago de los Caballeros, el título de “Benefactor de la Patria”.

Sería desaconsejable, pues, encorsetarle al Estado la acepción dada por un texto que lleva la pátina cobriza de la dictadura. Por el contrario, lo procedente es interpretarlo evolutivamente, de manera que sus normas se adapten al contexto jurídico de los días que corren, siendo a todo punto innecesario devanarse los sesos para concluir que Estado no es, como lo era en 1938, equivalente de la Administración Pública subordinada al Poder Ejecutivo.

Por igual, la acepción de Estado de la Ley núm. 1486 debe, en virtud del principio de interpretación conforme, ajustarse a la que se infiere de nuestra Constitución, criterio hermenéutico que deja sin nervio todo empeño por suponer lo contrario al amparo de un literalismo positivista a ultranza. Ahora bien, situémonos en un escenario hipotético y supongamos que esta teoría sobre la representación interna del Estado no responde a razonamientos jurídicos correctos. ¿Podría el presidente –en ese contexto imaginario- otorgarles mandato a abogados para que intervengan en procesos penales en nombre del Estado?

Según el art. 169 de la Carta Magna y el art. 1 de la Ley núm. 133-11, el Estado es representado ante la jurisdicción represiva por el Ministerio Público, lo que levanta una crepitante llama de dudas a partir de lo que dispone el art. 1 de la misma Ley núm. 1486:

“Los actos jurídicos concernientes a la administración pública que puedan o deban realizarse o ejecutarse en nombre del Estado, o en su interés o a su cargo, y cuya realización o ejecución no estuviere privativamente atribuida por la Constitución o por la ley a uno o varios determinados funcionarios públicos, o a uno o varios determinados organismos gubernamentales o establecimientos públicos expresamente investidos por la ley con existencia autónoma o personalidad moral, podrán ser realizados o ejecutados en nombre de Estado, o en su interés a su cargo, por los representantes, mandatarios o agentes que constituya, autorice, nombre o acepte el Presidente de la República…”.

No es difícil colegir –en el campo hipotético en el que nos hemos colocado- que la capacidad de confiar la representación ad litem del Estado está condicionada a que no recaiga, por disposición legal, en un órgano público. Por supuesto que tampoco ignoramos que el art. 85 del Código Procesal Penal permite que “las entidades del sector público” sean querellantes, pero se descarta de cuajo que dentro de ese concepto quepa el Estado, que es un ente, no de una entidad. En buena hermenéutica, cabe la administración pública central, sus organismos descentralizados, los órganos constitucionales extrapoder, los territoriales y las organizaciones públicas no estatales, pero de este tema nos ocuparemos en una próxima entrega.