¿El capitalismo es “despiadado”? ¿O es el Estado?

Una vez al año se dan cita en Davos los intelectuales, los dueños y principales accionistas y ejecutivos de las grandes empresas, juntos al sempiterno informe de la oenegé Oxfam.

La ciudad de Davos, Suiza.

La ciudad de Davos, Suiza.

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Carlos Alberto MontanerSanto Domingo

Se pronuncia Davós en alemán. En Suiza el 62% habla el alemán-suizo, el 23% el francés, el 8% el italiano. La primera vez que leí ese nombre tan extraño fue en la introducción a La montaña mágica de Thomas Mann. Un tomazo impresionante, en el que el autor olvidó su compromiso de escribir una novela breve, como la decadente (y superior) Muerte en Venecia, hasta transformarse en una novela “filosófica” muy extensa, en la que el autor se apodera de la personalidad de Hans Castorp para endilgarle la mayor parte de su visión de la vida y la muerte, o la verdad y la mentira.

Una vez al año se dan cita en Davos los intelectuales, los dueños y principales accionistas y ejecutivos de las grandes empresas, juntos al sempiterno informe de la oenegé Oxfam Intermón 2022, que contabiliza la desigualdad creciente que existe en el planeta. Según alerta Oxfam por medio de su director, Fran Cortada: “el 63% de la riqueza producida en el mundo desde 2020 está en manos del 1% más rico”. Ello sucede mientras se reduce el poder adquisitivo de los salarios de 1700 millones de trabajadores debido a la inflación. “Esto ha provocado que la capacidad para comprar alimentos o pagar las facturas energéticas se redujese”.

¿Cuál es la solución que proponen para reducir o eliminar la desigualdad? “La ley del más rico: gravar la riqueza extrema para acabar con la desigualdad”. Eso, a primera vista, pareciese razonable, pero siempre y cuando se solucionaran las siguientes cuestiones:

¿En qué punto se califica de “riqueza extrema” los ingresos? ¿Los primeros 250,000 dólares anuales? ¿Por qué no los primeros 100,000 o los 300,000? Para una persona que sobrevive con el ingreso medio de una familia en USA (USD$51,147.00), es una diferencia importante. Es muy fácil (y demagógico) suponer que existe una distancia enorme entre los miles de millones de dólares que poseen algunos afortunados y ese ingreso promedio nacional que obtienen las familias de una población que ya llega a los 325 millones de personas.

Piense en la geografía. No es lo mismo $51,147.00 en Mississippi que en Miami, Manhattan, San Francisco o Washington DC. Incluso, hay grandes diferencias dentro de los propios Estados. Entre las ciudades de los Estados se puede adquirir un nivel de cualquiera de los de clase media –alta, media, y baja– con un ingreso de $51,147.00 por familia y año, en dependencia de cómo sea esa hipotética familia. Ahora, piense en las predilecciones y valores que tienen esos 325 millones de seres humanos. Los habrá que prefieran el dinero contante y sonante. Son esos que tienen dos o tres trabajos, o los emprendedores natos, que andan siempre interrogando al mercado para satisfacer una necesidad o para crearla, pero habrá muchos que suscriban una vida más quieta, más contemplativa. Son los que se dan por satisfechos con el salario (la mayoría) y no se aventuran a tomar riesgos.

Lo que quiero decir es que se trata de un despropósito siquiera enunciar que se puede solucionar el hecho de que muchos son pobres porque hay unos ricos que no desean pagar impuestos. Eso, sencillamente, no es verdad. Es preferible que exista la propiedad privada, aunque ciertas personas alcancen unas fortunas enormes, a lo contrario: Estados donde se prohíbe la existencia de propiedad privada. ¿Cómo se puede asegurar una cosa tan potencialmente dañina? Porque del año 1917, en que se realizó la revolución bolchevique, a la década de los noventa, hubo un Estado que fracasó totalmente experimentando la no existencia de la propiedad privada.

No se trata de la libertad en abstracto, sino de las trabas que ponen los Estados al sueño de los emprendedores. Pocos Estados hay más libres que Inglaterra e Israel. Pero hasta que la señora Margaret Thatcher y el señor Menájem Beguín no comenzaron la liberación del mercado, seguían vigentes las ideas de Clement Atlee y sus sospechas de las actividades privadas. En el caso del señor Beguín no parece haber un permanente debate sobre las condiciones del Mercado –como sí fue una constante en la señora Thatcher– sino una coincidencia en el tiempo. La población israelí se dio cuenta de que era una rémora el presupuesto ideológico de las cooperativas, y hoy son menos del 2% de las propiedades.

El caso de Suecia es todavía más claro en la involución de los impuestos. Ingmar Bergman, el director de cine y teatro, se vio obligado a pagar el 109% de sus ingresos para continuar subsidiando el “Estado de Bienestar”. Ello ocurrió en el año 1976 cuando se cumplían 40 años de la ascensión al poder del Partido Socialdemócrata Sueco. Ese mismo año sucedió lo que no podía ocurrir. Carl Bildt derrotó a los social demócratas con su partido “Moderado” y le arrebató el poder a quienes lo habían ejercido durante varias décadas.

No creo que el ejemplo de Bergman sea ajeno a este fenómeno. Fue muy sonado en Suecia. En especial, el hecho de que Bergman cuenta en sus memorias de cómo los dos agentes lo obligaron a dejar la puerta entreabierta del cuarto de baño (por miedo a la fuga), mientras él se aliviaba de un retortijón estomacal generado por la propia visita de la policía fiscal.

En todo caso, se ha visto en España con especial antipatía el ataque de Iones Belarra, ministra de “Podemos” –comunista– al valenciano Juan Roig, propietario de los supermercados “Mercadona”, una empresa modelo en el competitivo mundillo de los alimentos (la sexta empresa de España, de acuerdo con el ranking que ha establecido la Advice Estrategic Consultant). La señora Belarra quiere formular un tope para los precios de los alimentos y ha llamado al mejor empresario de España “capitalista despiadado”, sin percatarse de que el aumento de los precios es producto de la guerra que ha desatado Rusia contra Ucrania.

El escritor alemán Thomas Mann.