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Benedicto XVI

Julio César Castaños GuzmánSanto Domingo

La primera vez que vi y escuché personalmente a Benedicto XVI, fue el 13 de mayo de 2007, en Aparecida, Brasil, durante el acto de la Sesión Inaugural de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, (CELAM), evento al que acudí invitado por el Santo Padre como laico dominicano, y al que asistí en compañía de mi esposa y de varios obispos y sacerdotes dominicanos; pero, lo que más me impresionó en dicha ocasión, fue cuando en el Discurso pronunciado por el papa Ratzinger planteó:

“Formar las conciencias, ser abogada de la justicia y de la verdad, educar en las virtudes individuales y políticas, es la vocación fundamental de la Iglesia. Y los laicos católicos deben ser conscientes de su responsabilidad en la vida pública; deben estar presentes en la formación de los consensos necesarios y en la oposición contra las injusticias”.

Durante su homilía en el inicio solemne del ministerio petrino, Benedicto XVI, refiriéndose a lo que sería su plan dijo: “Mi verdadero programa de gobierno es no hacer mi voluntad, no seguir mis propias ideas, sino de ponerme, junto con toda la iglesia, a la escucha de la palabra y de la voluntad del Señor y dejarme conducir por Él.”

Y con estas palabras el nuevo pontífice asumía el cargo desde las innegables limitaciones humanas frente al misterio de Dios, reconocidas por él mismo cuando en esas primeras palabras al momento de asumir el papado expresó literalmente que Dios había elegido a “un simple y humilde trabajador en la viña del Señor”. Y que lo consolaba el hecho de que el Dios “sabe trabajar y actuar incluso con instrumentos insuficientes”

El cardenal Joseph Ratzinger, reconocido teólogo, escritor y profesor universitario, valorado por su excepcional competencia para explicar sublimes e intrincadas verdades de fe en forma sencilla, sin sacrificar la profundidad y claridad del mensaje católico, que permite desde el ángulo de la razón, desarrollar la verdad revelada en la persona de Jesucristo.

Y un hombre confiable, además, por su incuestionable seriedad como ministro calificado y Hombre de Dios, a quien se le encomendó en 1986 dirigir la Comisión Pontificia para la preparación del Catecismo de la Iglesia Católica. Trabajo éste que fue exitosamente presentado el 12 de diciembre de 1992.

Aparte de que como teólogo enfrentó los problemas del relativismo en la posmodernidad, la discusión intraeclesial sobre las formas, y la aparente tensión entre razón y fe en la era de la ciencia moderna. Augurando además, lo planteado y profetizado por el sociólogo Zygmunt Bauman en su obra acerca de la denominada: “Modernidad Líquida.” (2000).

Independientemente de todo esto, no dejaba de crear cuando menos curiosidad, la forma en que el nuevo sucesor de Pedro enfrentaría el reto de relevar a san Juan Pablo II, y al mismo tiempo encarar tantos problemas, como los que se evidencian en esta época denominada por la mayoría de los filósofos como posmoderna.

Según refiere Benedicto XVI, en “Luz del Mundo”, el Papa, la Iglesia y los Signos de los Tiempos, obra publicada en octubre de 2010, Peter Seewald le preguntó: “¿Podría decirse que aquello en lo que Juan Pablo II y Benedicto XVI se diferencian es precisamente en lo que se complementan a la perfección? Y continuó expresándole el periodista al Santo Padre: “¿Cabría considerar que, de algún modo, el primero aró y el otro siembra, el uno abrió y el otro llena?”. A lo que el Obispo de Roma, sin negar ni afirmar, respondió: “Talvez sería demasiado decirlo de ese modo. El tiempo sigue su curso. Entretanto hay una generación nueva con problemas nuevos”.

Ambos Pontífices habían sido molidos desde jóvenes por la tragedia de la Segunda Guerra Mundial, uno, obligado a ser uno más de los niños artilleros en la Alemania Nazi y prisionero de guerra de los aliados; el otro, triturado, por los Nazis, y obligado para sobrevivir, a hacer de trabajador picapedrero en una cantera y ocultar su amor a la lengua polaca… pero redimiéndola por el teatro.

Ambos, hombres sufridos, pero esperanzados; uno, en Wadowice, Polonia, devoto de toda la mística del Espíritu Santo; y, el otro, en Baviera, Alemania, animado por “Las Confesiones” de San Agustín, Obispo de Hipona, quienes se dejaron guiar por Dios.

Hace ya muchos años que a instancias del papa Eugenio III, San Bernardo en el siglo XII, escribió en el “De consideratione”, advirtiéndole al Sumo Pontífice: “Recuerda que no eres el sucesor del emperador Constantino, sino el sucesor de un pescador”.

Esclarecedor y siempre actual, el criterio de Ratzinger recogido por P. Seewald, en la obra anteriormente citada, acerca de la participación transversal de los laicos en la política en todos los partidos políticos, no únicamente en algún Partido Demócrata Cristiano, sino en cualquier partido que fuera de la simpatía personal de ese ciudadano creyente… incluyendo la noción de participar también en los partidos de izquierda, si fuera el caso, es decir, no siempre a través de una organización política pía o “Partido de Buenos”.

Este criterio rompe la simpleza de clasificar a las agrupaciones políticas entre buenos y malos, porque el mandato es “Id por todo el mundo y proclamad el Evangelio…”. Estamos en el mundo, pero no somos del mundo. Deshaciendo la falsa idea de determinados maniqueísmos excluyentes que tanto daño han hecho a la Iglesia Católica.

Fue este sucesor del pescador, que en el año 2013, dándole un giro inesperado a la historia de la Iglesia, presentó una renuncia repentina e inesperada, aduciendo razones de falta de vigor e incapacidad. Y el mundo, abotagado por la rutina de noticias ordinarias, reaccionó estremecido, porque un rayo cayó en día claro y sereno.

600 años de calma y viene el Espíritu Santo como un ciclón y lo pone todo patas arriba, como en Pentecostés, para que no nos confiemos, advirtiendo además, que aquí todos estamos de paso. ¡Nadie es propietario de cargos y dignidades!

Su renuncia como Obispo de Roma le abrió las puertas al Cardenal Jorge Mario Bergoglio, Arzobispo de Buenos Aires, S.S. el papa Francisco, a quien también conocimos en Aparecida, Brasil en la reunión del CELAM, y que fuera designado por la Asamblea de los obispos el primer día y, antes de que abriesen formalmente los trabajos de los diversos equipos, como Presidente de la Comisión de Redacción, que tuvo a su cargo la elaboración del Documento de Aparecida (2007), pieza esta que concentra en sí, desde entonces, y es el receptáculo de los ejes maestros de pastoral no solo para América, sino de la Iglesia Universal.

Cual hoja de otoño que ya se desprende del árbol de la vida en este mundo, retorna a la tierra para que transustanciándose con ella, y cumplida la misión encomendada por la Iglesia, se le reconozca que ha dado el testimonio hasta el final de la carrera, para que su alma despojada de todas las limitaciones de esta existencia, salga al encuentro de Jesucristo de quién se ha fiado, a vivir la vida eterna.

Finalmente, para que no se olvide, que independientemente de la pompa y las ceremonias de este mundo, todos somos, simples “instrumentos insuficientes”, que actuamos de época en época; y que, relevado el Misionero, la Barca de Pedro seguirá navegando, cumpliendo con su propósito redentor, mientras avanza incólume, y azotada por las olas embravecidas de un mar tenebroso, ante el embate de estos tiempos.