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La democracia del siglo XXI en crisis

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Ángel LockwardSanto Domingo, RD

Las ciencias políticas sitúan la Tercera Ola de Democratización en América en 1978 en República Dominicana con el triunfo del PRD y la concluyen en Haití en 1986 con la salida de Jean Claude Duvalier: en ese momento todos los gobiernos de América, excepto Cuba, habían sido elegidos “libremente” y la democracia electoral llegó a su clímax.

El espacio económico se abrió al neoliberalismo, las ideologías se acomodaron a las premisas de los organismos internacionales (BM, FMI, BID) y, ante sus “exigencias” los gobiernos, fueron, rápidamente optando por ir a los mercados de capitales: todo parecía fluir, excepto por los tropezones de la década de los 80s y, posteriormente por los efectos de la guerra del golfo, espacio de tiempo que según algunos dio lugar “al fin de las ideologías”.

Disuelta la URSS y, con los organismos internacionales en control financiero de los países, Estados Unidos abandonó su tradicional rol hemisférico y retuvo sólo dos temas, migración y narcotráfico, hasta que la creación de la Unión Europea le forzó a pensar en el comercio con el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), proyecto que fracasó debido a la oposición del Presidente Hugo Chávez, quien emergió como líder monetario solidario de la región: en esta última parte del siglo XX pudieron ser elegidos y gobernar los líderes de izquierda “objetados” por sus ideas políticas.

Este proceso de democratización coincidió, primero con la globalización y casi de inmediato, con la revolución digital que trajo el internet y todos los productos – sobre todo las redes sociales - que modificaron drástica y rápidamente la vida de las personas, reduciendo sensiblemente la capacidad de interlocución a los partidos políticos y, en parte por su inmediatez y a pesar de su veleidad, el papel de la prensa tradicional: en todos los países que entraron en crisis, el sistema político colapsó o redujo su importancia a poco significativa; ejemplos de los primeros son Venezuela, con AD y Copei, Perú con el Apra y, de los segundos Colombia con los conservadores y liberales.

Como fruto de ello, otra modalidad que se estrena es la deposición – por mecanismos legales - de los gobernantes empezando en Brasil con Collor de Mello, en Venezuela con Carlos Andrés Pérez y les siguieron otros 18 mandatarios de la región. De ahí pasamos la pelota a los outsiders, el más significativo – uno de los primeros - fue Alberto Fujimori, quien además inició la modalidad de modificar la constitución para reelegirse, ejemplo que luego siguen Rafael Correa en Ecuador, Daniel Ortega en Nicaragua y Evo Morales en Bolivia, todos de la nueva izquierda.

En este contexto, citar como ejemplo de ingobernabilidad a Haití, tipificado como un Estado fallido, no tendría mucho sentido analítico porque allí la nueva democracia liberal no llegó a instaurarse, pero, dos ejemplos servirían para un análisis sencillo de la crisis, Perú y Brasil.

Han pasado 32 años desde la ascensión de Fujimori – quien enfrentó y eliminó la guerrilla de Sendero Luminoso -y, en todo ese tiempo, solo tres presidentes interinos, Paniagua que estuvo en el cargo 8 días, Merino 5 días y Sagasti 8 meses, no han sufrido cárcel o persecución judicial. En los últimos cuatro años han tenido seis presidentes: es obvio que la primera virtud del régimen presidencial que es la certeza del término del mandato, no existe, ante la figura de “incapacidad moral” que recurrente y locamente, establece su Congreso compuesto de outsiders para destituir al presidente de la República.

¿Qué puede esperarse de un sistema electoral en que los principales contendores, Pedro Castillo y Keiko Fujimori – de entre una docena - obtienen, ¿en primera vuelta el 19?13% y el 13.36% de los votos y, que en la segunda, quedan 50.12% a 49.87% – una diferencia de unos 50 mil votos en un país de 33 millones de habitantes?

Resulta, obviamente, un mandato extremadamente débil pues 7 de cada 10 peruanos no votaron al Presidente y, por ello el Congreso de Perú, en esta y en las anteriores presidencias, pudo destituir por motivos inocuos a los jefes de Estado, algo que no debe ocurrir sino por faltas muy graves, en juicio político con las debidas garantías y mayorías calificadas: hoy el Presidente Castillo guarda prisión preventiva de 18 meses… nadie sabe a ciencia cierta por qué y su familia tuvo que salir al exilio a México dejando a una nación convulsionada inelegible para la inversión o el financiamiento externo.

Si ese país es un triste ejemplo de la judicialización de la política, veamos al segundo, en donde el Poder Judicial junto a “jueces y fiscales independientes” que hoy son legisladores, elimina mediante varias acusaciones al candidato favorito en las elecciones del 2018 y le somete a 19 meses de prisión preventiva por cargos que luego fueron desestimados.

Esto al menos sirve de ejemplo para tener una idea del temple requerido a quien escoge como carrera la política, distinto a quien, sin serlo, interviene en esta actividad pública; sobreponiéndose al encierro, a la muerte de su esposa y un cáncer, Ignacio Lula Da Silva, el que en su día fuera el presidente más popular del mundo, quien sacó de la pobreza a 43 millones de brasileños gana la Presidencia de Brasil el 30 octubre pasado, quizás, adicionalmente porque el sistema de partidos, dispersos por la condición federal del país y atomizados, sobrevivió, algo que no sucedió en Venezuela y que no existe en Haití.

Ecuador se inicia con Abdalá Bucaram destituido por incapacidad mental y, se continúa con Jamil Mahuad, ahora con Rafael Correa en el exilio en Bélgica; Bolivia no es excepción con Evo Morales en Bolivia, derrocado – exiliado 11 meses en Argentina -, ambos impedidos de participar, distinto a lo que sucede en Colombia en donde por primera vez se estrena a un ex guerrillero de izquierda como Jefe del Estado: allí los presidentes no propician enjuiciar ni extraditar a los expresidentes a pesar de sus enconos. En Argentina se persiguió a Carlos Menen, a Fernando de la Rúa y ahora a Cristina Fernández de Kirchner, en Paraguay a los expresidentes Juan Carlos Wasmosy y Raúl Cubas Grau.

Esta pandemia en la última década se extendió a Centroamérica, particularmente Honduras con Zelaya, El Salvador con Francisco Flores, Guatemala con José Serrano, Panamá con Martinelli y- brevemente Costa Rica con los presidentes de la democracia cristiana y la social democracia-, todos con regímenes democráticos, pero desde luego, la persecución y judicialización tiene su peor ejemplo en Nicaragua, Estado que desde hace años abandonó el camino democrático: un caso curioso es que casi todos, son regímenes de izquierda o presididos por un outsider, como es el caso de Nayid Bukele.

En ese mar embravecido por los vientos tempestuosos de cambios radicales en la política, en que el perseguidor de hoy es el perseguido de mañana, República Dominicana vio partir en paz a sus líderes tradicionales, Balaguer – quien persiguió a Jorge Blanco, hecho que le atormentó hasta su muerte-, Bosch y Peña Gómez, vio diluirse a sus dos partidos históricos, el PRSC y el PRD y transitar al siglo XXI como uno de los pocos en que durante 56 años consecutivos, cada presidente ha concluido su mandato constitucional, hecho que es parte esencial de que hayamos construido una economía que durante ese periodo ha crecido sostenidamente más de un 5% anual en promedio y, ese es un legado que Luis Abinader, debe cuidar por encima de su ilusión de reformas, pues los hechos demuestran que no han sido tan malos los que estuvieron y que la judicialización de la política, en nombre – o pretexto - de la persecución de la corrupción, no es un bien jurídico o político más importante que la estabilidad.

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