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Juan Villoro, la música de las esferas

Todo esto me hizo entender el metro como una cueva de la modernidad donde estaba también el pasado.

Juan Villoro, que ha recibido en Bogotá el Premio de la Excelencia de la Fundación Gabo, ascendió a una altura metafísica que está lejos de deparar el famoso cuestionario Proust para escritores, cuando en una charla en San Mamés hace un año, con motivo del festival Thinking, Letras y Fútbol, que promueve la Fundación del Athletic de Bilbao, imaginó una alineación soñada de escritores.

León Tolstói y Fiódor Dostoievski como centrales, Ítalo Calvino y Gabriel García Márquez carrileros, y Jorge Luis Borges en el medio campo acompañado de Diego Armando Maradona y Leo Messi, verdaderos novelistas de las canchas, aunque quizás “demasiado virtuosos como para complementarse”.

Publio Terencio Africano escribió en su comedia El enemigo de sí mismo una frase maestra: “nada de lo que mes humano me es ajeno”. Nada de lo que es humano le es ajeno, repite Juan Villoro, y tampoco nada de lo que siendo natural a la vida diaria entra en lo singular, y por tanto merece ir a dar a una crónica; ese esplendor que fulgura sobre lo cotidiano y que el ojo común no puede percibir, sino cuando lo ve consignado en la página impresa.

La crónica cuenta hechos comprobables. La ficción cuenta mentiras, eso ya lo sabemos. Para Juan Villoro, la narración de hechos reales, «admite la duda y la cordura de lo imaginario» porque lo real desborda tantas veces a la imaginación que nos resulta precaria, y entonces es la crónica la que hace brillar lo que siendo verdadero parece mentira.

Ejercicio periodístico y ejercicio literario. Es el novelista que escribe crónicas y el cronista que escribe novelas, la narración como un todo literario y un todo crítico, donde la imaginación y el rigor sólo se separan por asunto de método.

Un chilango florentino universal que aprendió en la secundaria los rigores de la enseñanza entre alemanes, estudió sociología, ha escrito guiones radiofónicos y de cine, ha ejercido la traducción literaria, ha sido profesor de literatura, reportero, columnista, director de suplementos literarios. Y por si todo fuera poco, tuvo por padre a uno de los filósofos más reputados de México, a una madre psicoanalista, y a una abuela yucateca contadora de historias, que le reveló la condición mágica de las palabras.

«La vida existe para volverse cuento», le dejó dicho su maestro Augusto Monterroso. Y de un proyecto de cuento nació en 1991 su primera novela, El disparo de argón, el ojo puesto desde entonces en su ciudad de México donde son posibles todos los delirios, que será su paisaje siempre en movimiento y su personaje siempre de rostro cambiante, un mural urbano que crece y se mueve, primero hacia los lados, en busca del océano, o como si fuera el océano, como él mismo apunta, la ciudad infinita que luego se mueve hacia arriba en busca del infinito, pero que también pertenece a sus entrañas milenarias, ese retrato magistral que nos deja en El vértigo horizontal, un libro que es a la vez crónica, ensayo, prontuario, guía de viajero, mapa, memoria de vida, registro sentimental, autobiografía:

En 1994 le pidieron que escribieran un texto sobre su ciudad. Y empezó por el metro: “O sea, el principio y el destino, como ocurre en todas las cosmogonías prehispánicas, que tanto el origen como el fin están bajo la tierra. Todo esto me hizo entender el metro como una cueva de la modernidad donde estaba también el pasado”.

Los once de la tribu, Crónicas de rock, fútbol, arte y más, es una celebración del arte y el gusto de contar las ocurrencias sin reconocer límite: “uno de los misterios de lo “real” es que ocurre lejos”, explica: “hay que atravesar la selva en autobús en pos de un líder guerrillero o ir a un hotel de cinco estrellas para conocer a la luminaria escapada de la pantalla. En sus llamadas, los jefes de redacción prometen mucha posteridad y poco dinero. Ignoran su mejor argumento: salir al sol.”

La crónica sin tema, ni medida, como bien enseñaron José Martí y Rubén Darío, que escribieron sobre los prodigios y las miserias de la era industrial, ciudades feéricas, rascacielos, velocidad eléctrica, la invención de la modernidad, y García Márquez, que fue el escribano insólito del insólito siglo veinte. Y, así, este libro de Juan Villoro nos muestra que la crónica es testimonio de los acontecimientos que marcan el cambio de civilización, el espectáculo de masas como signo de la modernidad que se vuelve postmodernidad digital.

Sin dejar aparte el futbol, el concierto de los Rolling Stones en México en 1995, “unos fascinantes carcamales escénicos”; Jane Fonda entre las diosas de la ilusión, la pelea estelar de Julio César Chávez contra Greg Haugen en el Estadio Azteca, la convención de la guerrilla zapatista en la selva lacandona, el subcomandante Marcos, símil heroico de El Santo, el enmascarado de plata, La familia Burrón, la historieta preferida de Carlos Monsiváis y José Emilio Pacheco. Nada de lo que ocurre a los ojos de los demás puede dejar de ocurrir en la crónica.

Para bajar entonces, de nuevo, al verde esmeralda de la cancha donde Dios es redondo, y rebota el Balón dividido, y sumo Ida y vuelta, su correspondencia cómplice sobre futbol con Martín Caparrós. Estos son libros, no nos extrañe, de filosofía.

Y también de teología. “Dios ha muerto”, dice Nietsche. “Dios no ha muerto, es inconsciente”, replica Lacan. Dios está en la grama, rodando, por eso es redondo, responde Villoro. La música de las esferas. Y entre tantas preguntas axiológicas, se hace una: “¿Por qué los húngaros tienen un sentido más filosófico de la derrota que los mexicanos?”.

Una religión laica. Y una mitología, con su Olimpo y sus dioses. “El futbol ocurre sobre la gama, peor también en la mente de los hinchas”. Ocurre en las vidas de las gentes, como la política.

Un cronista tocado por la gracia. Por eso Tolstoi, y Dostoyevski, y Gabo, y Calvin, y Borges, están en su alineación.

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