Altagracia la dominicana
Refiere la tradición, que más o menos 22 años después del Descubrimiento de América, un lienzo con la imagen de la Virgen María en contemplación del Niño Jesús y con San José a su derecha, –que era conforme a la imagen que ya había sido vislumbrada en sueños por una piadosa jovencita—se hizo realidad al recibirla el padre de la Niña de Trejo, pintada en un paño, de manos de un señor mayor de barbas blancas, en un sitio llamado “Hoyoncito”, ubicado entre “El Puerto” y “Hato Mayor”.
El cuadro, que no es tan grande, tiene la fuerza convocante de los íconos que invitan a la contemplación del Hijo de María, envuelto en pañales y acostado en una pesebrera… produciendo el prodigio de que cada peregrino venerante se transforme en un personaje más del cuadro y pase a enrolarse en la milicia de los verdaderos adoradores en Espíritu y en Verdad.
Afirma Monseñor Hugo Eduardo Polanco Brito, en su obra Exvotos y milagros de la Virgen de la Altagracia, que: “Probablemente desde el año 1514, por los milagros que Dios hacía por intermedio de Nuestra Señora, representada en su Santa Imagen, comenzaron las peregrinaciones, al Santuario el la Villa de Higüey”. Además, afirma Monseñor Polanco, que aparece documentado que la imagen permaneció en una primitiva iglesia de paja entre 1533 y 1557.
Por razones que nadie entiende, ¡sabrá Dios por qué!, se cuenta que en una ocasión que se pretendió trasladar el cuadro desde Higüey, a la ciudad de Santo Domingo, sucedió que, en una especie de divino amor transportado pero no huido, apareció inefablemente de vuelta el cuadro en su Santuario de paja en Higüey, encaramado entre las espinas de un naranjo, que nos recuerdan la corona que padeció su Hijo. Así quiso Dios que se manifestase hace más de cinco siglos en el extremo oriental de estas tierras: la Madre Protectora de los Dominicanos.
Dulce, paciente y serena, ha custodiado la fe de todo un pueblo, redimiendo con ternura el afán nuestro que sobrevive en el Caribe al azar de estos lares. Fidelísima a la vocación de la Hispaniola que nadie sabe por qué ha sido siempre la primera que la Providencia hizo Primada.
No pocas veces tomada como estandarte de batalla, con promesas de buena fe, como el caso de los lanceros higüeyanos, que marcharon a combatir desde el extremo Este de la isla hasta territorio francés, participando en la Batalla de “La Limonade”, el 21 de enero de 1691, que definiría el territorio español en la Isla de Santo Domingo, y haría justicia reivindicativa ante el barbárico saqueo e incendio perpetrado en Santiago, por un ejército extranjero, en 1689.
Y de esta forma, por la indicada proeza quedaría conmemorado por siempre el 21 de enero de cada año, a modo de efeméride, la celebración religiosa y patriótica de: Nuestra Señora de la Altagracia.
Ante el portento de miles y miles de milagros palmarios y patentes entre los dominicanos y los peregrinos de otras islas, es más que probable, que ante el testimonio de Rosa Duarte en sus apuntes y el referenciado decir del Arzobispo de Santo Domingo y Presidente de la República, Monseñor Fernando Arturo de Meriño, el Padre de la Patria Juan Pablo Duarte llevase por devoción una medalla de la Virgen de Altagracia.
Nuestra primera Constitución, del 6 de noviembre de 1844, refiriéndose al Escudo Nacional, disponía literalmente en su Art. 195, que, “Las armas de la República son: una Cruz, a cuyo pie está abierto el Libro de los Evangelios y ambos sobresalen de entre un trofeo de armas, en que se ve el emblema de la libertad enlazado con una cinta en que va la siguiente divisa: Dios, Patria y Libertad”
Así las cosas, afirman algunos historiadores, que la imagen del cuadro venerado, pudo haber influido en los colores que los Trinitarios después le darían a la Bandera Nacional, estrenando el rojo, que advierte que hay un válido bautismo en el sacrificio de los mártires; y que, ¡hasta Dios! se descansa en el azul, porque sesga a golpes de luz las aguas y el cielo, con la impronta celestial.
Y crucifica en blanco, cumpliendo con toda justicia como en el bautismo de Jesús que abre paso a las sorpresas del Espíritu, del auxilio de lo Alto, que concede Altas Gracias.
Intercesora ante su Hijo que recoge la oración nacional y hace de portadora de reclamos populares. Es perpetua abogada nuestra en las causas que se expresan como un clamor por las necesidades y padecimientos de la nación.
Flanqueada por los divinos celos de Mercedes y Carmen continúa Altagracia cubriendo con su manto de estrellas a sus hijos; sofocando las llamas y el humo de los infiernos como “Puerta del Cielo”, que no será vencida jamás por las puertas del averno.
Su imagen ha consolidado el hogar dominicano que siempre la ha saludado con salves y alabanzas, repitiendo en rezos y letanías, las palabras del ángel del Señor y Santa Isabel. En un Rosario que se detiene en estaciones de gozo, dolor, gloria y luz. Y medita el país en el sufrimiento con “Dios te salve” las profecías de gloria que producen alegría.
Si bien, la primera persona de sexo femenino, que se registra con el nombre de nuestra Protectora, en la Isla de Santo Domingo, es una niña esclava, propiedad entonces de don Pablo del Castillo, fue bautizada en el 1738, con el nombre de: María Altagracia.
Afirmamos, rotundamente, que no hay familia dominicana que no haya sido bendecida por algún favor concedido por la intercesión de la Virgen de Altagracia, de seguro que por esto se explica el fenómeno de que al día de hoy, conforme a los registros oficiales: ¡300,986 mujeres dominicanas! tienen por nombre Altagracia… y también, ¡12,044 hombres¡, llevan el nombre de Altagracia.
Por eso ya era vida y una realidad en la familia dominicana la denominación del Concilio Vaticano II de que la familia es la pequeña iglesia; porque en efecto, entre nosotros ya era auténtica iglesia por la oración matinal y el rosario vespertino.
Ya era válido además, en 1965, el planteamiento argüido por uno de los oradores en el Congreso Mariano y Mariológico de ese año de que, por las mismas razones, la Virgen María debía ser declarada: Organizadora de la Sociedad Dominicana.
Se deja llevar la Virgen de Altagracia en procesiones y recibe a sus hijos en romerías al final de las peregrinaciones. Y acoge maternal los votos y promesas del pueblo fiel. Pero no exige ni espera ninguna devoción que nos aparte del destino final de los adoradores de Jesús.
Por delicadeza del cielo y los méritos de su Hijo ha venido a ser Reina de los Apóstoles, y, de los Peregrinos… diríamos. Porque qué son los hombres, más que desterrados hijos de Eva.
Reina además, como premio a su fidelidad probada en el martirio de ser la Madre de Dios Hombre, que venía como signo de contradicción; y, con el destino expresado proféticamente por Simeón, de que a ella una espada le atravesaría el alma. Para que se descubriera la intención de muchos corazones, o lo que es lo mismo, para que muchas personas alcanzaran la sinceridad de corazón, y pudieran ver a Dios.
Por eso hoy, que concluyen los actos del Jubileo por el Centenario de la Coronación Canónica de la Virgen de la Altagracia, acaecida el 15 de agosto de 1922, en circunstancias muy difíciles de intervención militar extranjera y pandemia de influenza, ante la “madre protectora y espiritual del pueblo dominicano”, inclinamos nuestros corazones agradecidos; y aceptamos en nosotros, reverentes, su maternidad. Y nos acercamos como hijos de la Iglesia, con gran devoción personal, intitulándola:
¡Salve Altagracia la Dominicana!