La República

REMINISCENCIAS

Dos maestros, un teniente y un héroe

Dos maestros, un teniente y un héroe

Marino Vinicio Castillo R.Santo Domingo, RD

Apenas tenía quince años cuando me trajeron a vivir a la capital; ya había hecho mi primer curso en la Escuela Normal de mi inolvidable Macorís. Al llegar a mi nueva escuela presidente Trujillo, hice cuatro amigos fundamentales: Luis Espínola, Leovigildo Nanita, Juan B. Mejía y Manuel Aurelio Tavárez Justo (q.e.p.d), y nos llegamos a recibir luego como abogados, juntos como grupo.

Mis impresiones al proseguir mi formación de bachiller fueron estupendas por los niveles de los maestros de los cuales dependeríamos: Andrés Avelino, Pedro Mir, Tulio Arvelo, Carlos Curiel, Alicia Ramón, y otros muy meritorios. Me convencí de que se mantendría la calidad del primer año, donde impartían docencia varios refugiados de la Guerra Civil de España, primordialmente don Carlos González Sáenz, un verdadero apóstol que fuera, y maestros nacionales muy bien dotados.

La Normal de entonces era formidable. Íbamos en guaguas del servicio público y pagábamos cinco centavos por cada viaje por la Duarte, que sólo llegaba a la esquina San Martín. De ahí en adelante seguíamos por el llamado “caliche” hasta donde todavía permanecen sus instalaciones, ya como Liceo Juan Pablo Duarte. Todo el resto era monte. De los muchos recuerdos de aquellos tiempos, hay dos que siempre que paso cerca de los lugares se me asoman lágrimas de nostalgia indefinible. Una, cuando vinieran los Dodgers del Brooklyn a entrenar al estadio contiguo a la escuela, que aún perdura, y la otra emoción, más compleja, es la que me invade hoy como reminiscencia.

No recuerdo el mes ni el día cuando, yendo por el caliche, nos encontramos con que había centenares de soldados en las inmediaciones, armados para la guerra, destacándose muchas ametralladoras 50 sobre trípodes. Todos los muchachos nos sorprendimos, pero pasamos con normalidad al recinto y entonces comenzaron los comentarios, muy por lo bajo claro está, acerca de las razones posibles de aquel aparatoso despliegue militar.

La explicación más válida fue que el Aeropuerto General Andrew quedaba en la San Martin y ahí estaba la Fuerza Aérea, poderosa entonces, con aviones Lighting, Fortaleza B 17, Mosquitos Ingleses, B 25, y por ello se estaba asegurando todo lo que fuera perímetro.

Duró una semana la presencia de los guardias. En nuestras casas recibíamos mejores explicaciones: Era el año en que se esperaba una invasión, que resultó ser la frustrada de Cayo Confite, desde Cuba. El régimen había abierto un poco su puño de hierro para consentir manifestaciones de protestas; acababa de terminar la Segunda Guerra y se quiso crear la impresión de que habría apertura democrática, de algún modo.

Los jóvenes, alojados en el Partido Socialista Popular, así como los trabajadores del Central Romana, se destacaban por su valeroso arrojo en el desafío al régimen y hervían los comentarios y expectativas de cambios favorecedores de la libertad.

En mi casa, el lado materno, Rodríguez, era antitrujillista enconado y tenían una información, muy por lo bajo, de que mi hermano Narciso vendría en ella; claro, el rigor del silencio lo dirigían mis dos madres, Narcisa y Anadelia.

Lo que nunca callaban era su admiración por “los muchachos” del PSP, sobre todo, porque temían por la suerte de los hermanos Grullón Martínez, Ramón, Frank y Cecilio; eran como sus sobrinos, porque su tía madre, doña Angélica, era su entrañable hermana de afecto.

Un día nos acercamos Juan B., Manolo y yo, a un nido de ametralladoras debajo de la javilla del lado izquierdo de la escuela, curioseando. Un Sargento muy corpulento, de repente nos dijo: “¿Qué hacen ustedes aquí? Nosotros estamos esperando los comunistas para matarlos”. Juan B., que era como se decía entonces de los muchachos traviesos, muy afrentoso, le respondió: “No son a esos a quienes hay que matar”.

En ese momento intervino un joven teniente y se nos acercó diciéndonos: “¡Váyanse, váyanse!” y bajó la voz cuando expresó: “Nosotros también sabemos eso; lo haremos algún día.” Nunca llegamos a saber el nombre del teniente. Al volver al aula el día siguiente, dos maestros hicieron un aparte con nosotros y uno expresó: “Estense tranquilos y no repitan lo de ayer: cállense, que es muy peligroso.” Habló Tulio Arvelo y asentía Pedro Mir, que en el mismo año se pudieron ir al exilio. El primero, volvió a pelear en la expedición de Luperón y sobrevivió milagrosamente; el otro, el gran Poeta Nacional, fue la prueba más pura del amor por la libertad del dominicano.

Cosas como esas eran la razón del profundo respeto por el maestro de entonces.

Manolo, en el Teatro Encanto de la Calle El Conde, aquella misma noche, con su silente humildad que muchas veces lo llevaba al sonrojo ante las bromas nuestras, nos dijo después de ver una película sobre la Segunda Guerra, lo emocionante que resultó una declaración del General Eisenhower a los europeos, en ocasión de la invasión a Italia: “No les pedimos a cambio nada más que un pedazo de tierra para enterrar nuestros muertos.”

Manolo nos dijo: “¿Ustedes no oyeron al Tenientico de nosotros hablar? Eso es lo que piensa el dominicano.” Yo recuerdo con mordiente emoción dos maestros, aquel anónimo teniente y al inmenso rebelde que fuera Manolo; muestras puras de lo que podemos ser como pueblo. Que nadie se equivoque.

Se me revuelve el alma cuando pienso en el sacrificio de Manaclas y el joven héroe; me hace recordar su expresión aquella noche. Todos tendremos que sacrificarnos algún día.