Es como una droga

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CARLOS R. DESPRADELSanto Domingo

Recientemen­te conver­saba con un amigo norte­americano y le trataba de explicar la si­tuación en que se encuen­tran nuestras relaciones con Haití. Le decía que el problema fundamental es­taba en la dependencia ca­da vez más acentuada que tiene nuestra economía de la mano de obra haitiana no especializada. Apun­taba que todo se inició a principios del siglo pasado en algunos productos agrí­colas de exportación, pero que a través de los años se fue expandiendo a otros cultivos hasta el punto de que hoy en día la gran ma­yoría de nuestros principa­les cultivos de exportación y de consumo doméstico, dependen totalmente de la mano de obra haitiana. Así pues lo que se inició co­mo una ayuda para el de­sarrollo de la agricultura dominicana, con el paso del tiempo se ha converti­do en una dependencia su­mamente peligrosa debi­do a la vulnerabilidad que nos ha creado.

Le dije que igual ha su­cedido con la actividad de la construcción, don­de hace algunas décadas era desarrollada con mano de obra dominicana, pero que a medida que nuestros trabajadores comenzaron a exigir mejores condicio­nes de trabajo y salariales, las empresas constructo­ras comenzaron a prefe­rir el uso de mano de obra haitiana por ser menos exigente, hasta el punto de que en la actualidad prácti­camente la totalidad de los trabajos menos especializa­dos de esa actividad son cu­biertos por inmigrantes hai­tianos. Le agregué, que esto ha hecho posible el gran desarrollo urbanístico que exhibe con aparente orgu­llo nuestro país.

Le expliqué a mi ami­go que el gran problema no es tan sólo nuestra gran dependencia de esa mano de obra extranjera en es­tos dos sectores claves, sino que la misma se ha ido tras­ladando gradual pero sis­temáticamente a diversos segmentos de nuestra eco­nomía, como es el turismo y otros, desplazando así a la mano de obra nativa y creando enormes proble­mas tanto económicos co­mo sociales, incluyendo la frustración de un gran segmento de nuestra ju­ventud que no encuentra trabajo digno en su propia tierra, porque obreros ex­tranjeros los han despla­zados y han contribuido a desprestigiar esas fuentes de empleos. En esa falta de oportunidades de tra­bajo es que debemos en­contrar las reales causas de la delincuencia que nos agobia.

Ante esta explicación simple pero realista de la problemática que es­tamos padeciendo, la re­acción de mi amigo fue decirme que considera­ba que “la mano de obra haitiana es para nosotros como una droga”. Aclaró que con ello no pretendía degradar a los inmigran­tes haitianos en su con­dición de seres humanos como todos los demás, sino exclusivamente ana­lizándolo como un serio problema económico y social para la República Dominicana, que le afec­ta y seguramente le afec­tará aún más en el futuro cercano.

Consideré que mi ami­go tiene toda la razón en hacer ese símil. En efecto, esos pocos obreros agríco­las extranjeros de princi­pios del siglo pasado eran como el alcohol, el cual en pequeña cantidad es un estimulante de uso mun­dial. El problema es que a medida que se va aumen­tando el consumo, se quie­re pasar a otros estimu­lantes como la marihuana que aunque mejora el es­tado de ánimo y disminu­ye las inhibiciones, su uso continuo va deteriorando paulatinamente la salud y más grave aún, va au­mentando la dependen­cia psicológica que lleva a los consumidores a reque­rir más droga para obtener los mismos resultados. Es­to a su vez, se convierte en la antesala de la cocaína y la heroína, adicción grave para cualquier humano.

Se podría decir siguien­do con el símil, que la in­controlable inmigración haitiana nos ha llevado a una situación como si ne­cesitáramos urgentemente internarnos en un centro de rehabilitación para dro­gadictos y así librarnos de esa dependencia que ter­minará destruyendo nues­tra propia identidad. Es por tanto, en las fuentes de em­pleos, donde radica el pro­blema. Cuando decidamos tomar una decisión para enfrentarlo, la experiencia será traumática y dolorosa para todos, pero si no lo ha­cemos posiblemente no ha­brá cura en un futuro y to­do lo que el país ha logrado con tantos esfuerzos y sacri­ficios, estará perdido.

CARLOS R. DESPRADEL

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