REMINISCENCIAS
La opacidad del afecto es traicionera
El afecto es un vínculo fuerte. En la familia es donde se revela mejor. Cuando pasa al plano de la amistad y es sincero, se hace hermosísimo.
Hay ámbitos en los cuales se hace temible, cuando suele ser usado como ardid.
La política brinda el ejemplo para casos de falsos afectos; ahí sólo se mueven intereses que tienen cursos tan sinuosos que la hacen un inhóspito hospedero.
Tiempos especiales como éstos, entrecruzándose las crisis, promueven del algún modo las deslealtades.
Se hace fácil la fuga de las conveniencias; por inicuas que sean, no se perciben plenamente en sus miserias; se actúa bajo una especie de estado de necesidad y cada quien pone proa a sus ventajas.
La integridad, a toda prueba, cruje y la desvergüenza saca su traje de luces porque todo se aprecia como un fandango.
Se pierde con ello el rigor de la “exigibilidad de otra conducta” porque, en definitiva, “todo se vale”. “Na´es na”, dicen los pillos jubilosos.
Lo peor, en esos períodos ruinosos de la seriedad es que los pueblos enflaquecen y pierden bríos sus energías y parecen incapaces de medir sus riesgos y daños en medio de esos vendavales de ruindades.
Nosotros atravesamos por “una ceja oscura”, como es todo lo que peligre la Patria.
Afirman los desertores de deberes más sensitivos, que no lo creen. No les conviene admitirlo, es mi respuesta. Llegan excrecencias y les rodean para recibir elogios por sus habilidades de infligir ofensas.
“Hay que respetarlas porque son peligrosas”; “mejor es convivir con ellas”, sin temer siquiera que sigan en su incesante simulación de falsas lealtades.
Hubo entre nosotros un tiempo en que una inteligencia superior que nos gobernara se complacía viendo las volteretas y acrobacias de gente que le había agredido y desconsiderado, pero que terminaron por llevarles los periódicos y leérselos, dada su no videncia.
Llegó a designar en un apetecido consulado Antillano a alguien que hiciera carrera por insultarlo y cuando una hermana del gobernante le reprochaba, por lo que había hecho sufrir aquel engendro del dicterio a la familia, especialmente a la madre, le respondió: “Cállate, hermana querida, que lo que he hecho es apagar un radio impertinente.”
Están apareciendo muestras penosas de este tipo de degeneración del medio social, en grave descalabro del quehacer político.
A mis hijos les he dicho: “Conserven la serenidad; vendrán cosas aún más oprobiosas; manténganse aferrados a ideales verdaderos, como son todos los relacionados con la República y su sagrada independencia; no atiendan voces de convites; sólo guíense por principios; el destino nacional es el máximo objetivo por el cual luchar; no estaré junto a ustedes y no puedo alegrarme, porque para mí su suerte es la de mi pueblo.”
Es mi caso, estoy en el tramo de dejar de ser porque agoto un ciclo de vida con límites y éstos son irremovibles. Sin embargo, siento los recuerdos en interesante vendimia.
Una joven de mi pueblo, callo su identidad por razones obvias, no era atractiva como otras muchas que surgían cual brotes primaverales. Llegó a la plaza un joven Teniente que se hizo cargo de todos los anhelos de las muchachas. Alto, apuesto, simpático, se lo disputaban y hasta el nombre lo ayudaba para la conquista. Era el de un cacique que fuera leyenda.
Un día, mientras bailaba y se divertía en el Restaurant Janizcio, ese nombre es posible, fue informado por un Sargento muy contrariado, que había llegado un General cuyo nombre inspiraba gran temor a todos. Se puso de pie el Teniente y se despidió sin perder la sonrisa, pero con una extraña expresión: “Amigas, me voy para siempre, pero no olviden que luché por ustedes y sus hijos, que algún día llegarán.” Ninguna cayó en cuenta, menos la fea, que estaba en el grupo de gardenias con su alma asombrosa.
Luego de partir el joven oficial en su camino hacia la muerte, les dijo a las bellas sonrientes: “Ustedes lo olvidarán. Yo no.” Y se fue.
Algún tiempo después se suicidó, pero realmente, no como simularon aquella tarde del Janizcio en la Fortaleza Duarte, precisamente donde se había suicidado con las manos de su honor el valeroso Capitán Saviñón y luego se ahorcara a mi hermano Hostos Pelegrín.
Muchas veces conversé con mi inatractiva amiguita y ella se empeñaba en citar a Enriquillo, el valeroso Teniente, sobre todo porque también habían sido asesinados Narciso, Amado, Dondo y Papito, los jóvenes artilleros que cayeran en el complot del legendario Capitán Marchena.
Ella, antes de suicidarse, me llegó a decir: “Murieron por sus principios. Me enamoré del Teniente, luego de su muerte. Nunca supe si dejó algo escrito, pero me temo que no, pues de haberlo hecho, de algún modo yo lo hubiese sabido por mis vínculos con su valiosa familia.”
A mis hijos les digo: “Su madre, muerta recientemente, supo de todos los agravios en mi contra y fue muy estoica; manteniendo el odio muy distante de su vida. Tomen el ejemplo.”
Mantenerse alejado del albañal de las deslealtades y de los rencores es una buena bandera para los combates por venir. No dejarse ultrajar por resabios, sino aferrarse a las necesidades de la Patria, aunque con ello se comprometan todos los intereses que tenemos por vitales, la vida o la propiedad.