El bar de mi mamá
Un mundo atemporal y sin espacios
De palabra bienhabida, lucidez intelectual y respeto bien ganado, Ricardo Trotti fue fundador de este suplemento “Lecturas de Domingo”. Durante sus quince o veinte primeras ediciones, sus valiosos artículos se publicaban junto a la “Reflexiones del Director” o en página aparte bien privilegiada, toda vez que su prestigio mundial se correespondía con la calidad y trascendencia de su prosa. Un buen día y de manera inexplicable, Trotti dejó de escribir para Listín Diario. Todos pensamos en un retiro profesional o en una enfermedad que lo mantenía alejado de sus responsabilidades de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP).
Casi lo dimos por perdido cuando hace unos días, de forma sorpresiva, le remitió al Director de Listín Diario un ejemplar de su novela “El Bar de mi mamá”, una obra recientemente publicada en su amada patria, Argentina, y que estará disponible en la plataforma de Amazom.com.
Con su autorización, Lecturas de Domingo reproduce el capítulo de este ensayo narrativo así como su portada y dibujos interiores que hablan del oficio de este autor que no necesita de preámbulos para hacer constar su excelencia, tanto en el periodismo como en la literatura (LB).
El Bar de mi mamá “Bienvenidos al Bar Nueva Pompeya” Elevado y perpendicular a la ochava en la que se entrelazaban la Iturraspe y la Perú, un enorme cartel de naranja Crush, desteñido por el sol y chorreado por varias lluvias, recibía a los visitantes: “Bienvenidos al Bar Nueva Pompeya”.
Tras el umbral de mármol veteado y partido, una puerta de dos alas de madera grisácea, algo gastada y desencajada, permitía acceder a un mundo mágico en el que convivían y competían personajes, objetos y colores: el bar de doña Tota; el bar de mi mamá.
El bar era el espacio más dominante del lote de esquina. Incluía la casa de familia y un patio soleado e irregular, donde crecían un limonero flaco, medio cansado y enclenque, y una parra frondosa de uvas blancas.
La puerta permanecía abierta a cualquier hora y la pesada llave negra de hierro algo herrumbrada, que seguro había pertenecido a algún cofre de barco pirata, era sólo un adorno en la cerradura. En
la parte superior del ala derecha, la que siempre estaba cerrada, un pequeño orificio oblicuo servía de mirilla hacia el exterior. Era obra y gracia de algún pícaro comensal que lo había tallado con un cortaplumas una de aquellas noches de festejos casamenteros.
Al lado, pegado a la pared, un cartelito rojo con forma de tapita de gaseosa y letras blancas que invitaba “Tome Coca Cola”, me servía como referencia para guardar mi estabilidad mientras daba vueltas y vueltas como un trompo.
-¡Nenucho! ¡Te vas a marear! ¡Te vas a caer...! -sentenciaba mi mamá hasta el cansancio cada domingo por la tarde, cuando repetíamos el ritual de baldear los pisos del bar.
Poco a poco se iban desintegrando debajo de mis pies los tonos de musgo y ribetes arabescos de los mosaicos calcáreos sobre los que yo giraba en calesita, descalzo y con los brazos extendidos en búsqueda de equilibrio.
–Un poquito más, un poquito más –le rogaba, mientras con envión creciente giraba y giraba, hasta que las formas de las sillas, mesas y botellas de alrededor se fundían con el cartelito rojizo de Coca Cola y con un pequeño almanaque que mostraba un 1962 en verde loro dentro de una estela de cometa colorada, que rápido también se desvanecía.
Cuando yo comenzaba a destartalarme contra el piso mojado, ella iba lanzando gritos a saltitos. Empapado y tan grogui como un boxeador, todo, absolutamente todo, pasaba en sentido contrario.
–¡Nenucho! ¡Te dije que no sigas! ¡¿Cómo te lo tengo que decir?!
–Estoy bien, no me hice nada –disimulaba, alejando mi cabeza de las puntiagudas y filosas mesas de madera cas- taña que escondían sus vetas debajo de múltiples capas de barniz.
–¡Qué guacho de mierda! ¡Algún día te vas a rajar la cabeza contra esas puntas!
Entre risas compinches y con una mano protegiéndome del borde más cercano, ella me levantaba con un suave tirón de brazo y me sostenía erguido por unos segundos, hasta que dejaba de tambalearme y recobraba la compostura. Su gesto más adusto era indicativo de que “de esta no me salvo” y de que, como escarmiento, me mandaría al patio a buscar los latones cargados de agua.
Suplicaba por perdones, pero ni modo. Con un convincente tirón de pelo de la sien y un empujoncito en la espalda, mi mamá me “invitaba” a salir al patio.
–Vamos, vamos Nenucho. Apurate que se hace tarde... Mirá que te vas a ligar un chirlo.
Yo tenía el pelo lacio y castaño con forma de flequillo desparejo, escalonado de derecha a izquierda. Un remolino, bravío como un tornado, me dominaba la nuca y desde ahí hacia abajo tenía la cabeza bien rapada como soldado raso, lo que invitaba a pasar la mano para sentir un cos- quilleo de cepillo. El corte era obra y gracia de Baudaña, el peluquero a la vuelta de casa por la Belgrano, que no demoraba más de dos segundos en cortarme al ras, para que “los piojos no tengan donde anidar”.
Yo lucía unas piernas regordetas, con rodillas que mi- raban hacia adentro, aunque con el tiempo se fueron enderezando gracias al trabajo meticuloso de Dora Besatto, mi nana, que durante casi dos años me enrolló en una kilométrica faja de lino que me dejaba tan tieso como una momia.
Por mi apariencia de brazos largos y finos, despuntaba que sería tan larguirucho y desgarbado como el tío Lucho, el hermano de mi papá, que vivía en la casa familiar en Colonia Eustolia, 50 kilómetros hacia el este, en la vecina pro- vincia de Santa Fe. “Ya va a ver cuando pegue el estirón”, pronosticaban algunos clientes en el bar. Vaticinaban que sería el más alto de la familia y que sobrepasaría incluso a Gerardo, mi único hermano, que me llevaba una cabeza y unos cuatro años de ventaja.
LA TOTA Y LA OFERTA San Francisco, Córdoba, es una ciudad del interior argentino que hace equilibrio entre las provincias de Córdoba y Santa Fe, en plena llanura, y que no tiene ríos ni montañas; solo un par de laguitos con mojarritas en el Parque Cincuentenario. Por aquellos primeros tiempos, mi mamá, no había cambiado mucho a cuando era soltera, a juzgar por una fotografía de casamiento en blanco y negro, con enmarque dorado, colgada en el comedor de casa.
Mostraba sus rebosantes 24 años y la cola de su vestido blanco satinado y con encaje, que tapaba los zapatos negros del Livio, mi papá, quien era seis meses más joven que ella. Mi papá ostentaba orgulloso unos bigotitos tipo Clark Gable en “Lo que el viento se llevó”, y un traje negro cruzado, adornado con un pañuelito blanco de dos puntas en el bolsillo del corazón.
Esa foto me tuvo a maltraer por un detalle que a otros les resultaba imperceptible y que a mí me despertó curiosidad como las películas de Sherlock Holmes en el cine Mayo: una manchita clara que desentonaba sobre el saco negro de mi papá, y otra oscura, del mismo tamaño, posada sobre el vestido de mi mamá.
Ella estaba radiante.