La República

Patente de corso

El veterano bajo el puente

1) Invierno en Nueva York. 2) Escombros de las Torres Gemelas.

Arturo Pérez ReverteMADRID, ESPAÑA

En Nueva York hace un frío que pela. Fi­nales de diciembre. Estoy dentro de un coche, en un atasco, mirando por la ventanilla. Los automóviles avanzan muy des­pacio. Bajo un puente, junto a la calzada, hay un hombre y un pe­rro.

El perro está tumbado sobre unos cartones, mirando el lento tráfico con indiferencia. El hom­bre está de pie, inmóvil. Apoya­da en un pilar del puente está su mochila, grande y sucia, de as­pecto militar. Se trata de un men­digo. Relativamente joven. Lleva un gorro y mitones de lana, y sos­tiene un cartel ante el pecho: Ve­terano de guerra. Sin casa ni tra­bajo. De vez en cuando, desde algún coche, un conductor baja la ventanilla y le alarga unas mo­nedas, que el hombre agradece con una leve inclinación de ca­beza. Todo el tiempo se mantie­ne erguido, quieto, inexpresivo. No le falta dignidad, y eso enca­ja con lo escrito en el cartel. Hay, en efecto, un porte castrense en el individuo. Si es mentira lo de veterano, si se trata de una arti­maña para conmover a la gente, la verdad es que lo hace bien. Es­tupendamente bien.

Por alguna razón, la escena no es insólita en los Estados Unidos. Te la crees, en principio. Un vete­rano de guerra con Iraq o Afga­nistán a las espaldas, a quien la vida ha llevado bajo este puen­te con su perro. Todo puede ser. Y si no fuera cierto, al menos re­sulta creíble. Puede colar. Los con­ductores que bajan la ventanilla y le dan algo parecen pensar lo mismo. Ellos son de aquí, conocen mejor a su gente. Olerían un fraude mejor que yo; o tal vez, in dubio pro reo, prefieren concederle al hombre del cartel y el perro el beneficio de la duda. Además, en un país como los Estados Unidos, no sería extra­ño que algún policía –hay un coche detenido algo más allá del puente– se acercase para confirmar la iden­tidad del mendigo. Hay cosas con la que no se juega aquí, y la pala­bra veterano es una de ellas. Nada que tenga que ver directa o indirec­tamente con la bandera norteame­ricana le parece a nadie ajeno. En principio. O a casi nadie.

En este punto debo decir que siento envidia. Por biografía, edad y educación desconfío de cualquier bandera. Veintiún años cubriendo guerras ajenas, en todos los bandos posibles, curan de muchas cosas. A poco que dures, la vida le acaba quitando la letra mayúscula a pa­labras que en otro tiempo escribías con ella: Honor, Dios, Patria… Al final, en cuanto escribes o pronun­cias se acaba imponiendo la minús­cula como inicial. Es inevitable, y el proceso se llama lucidez. O sentido común. Bandera es de las prime­ras palabras que sufren ese despo­jo, cuando observas la cantidad de sinvergüenzas, oportunistas, anal­fabetos, fanáticos y asesinos que se envuelven en ella. Como mucho, lo que te queda es respeto por quienes la mencionan con honradez, y po­co más. Respeto hacia ellos, por su­puesto, no para un trapo de colores –fabricado en China– que lo mismo sirve para envolver dignidad que para camuflar basura.

Sin embargo, o tal vez por eso, hay banderas que envidias. O tal vez lo que envidias sea el uso que cierta gente honrada hace de ellas. Me refiero al recurso solidario y na­tural a la bandera, no como exclu­sión, imposición o agresión, sino como lugar común, punto de refu­gio, de encuentro, en torno al que construir cosas decentes y conser­varlas. Esas banderas tricolores en la puerta de cada colegio de Fran­cia, por ejemplo. Esa bandera ita­liana sobre las piedras venerables del foro de Roma. Esas banderas en los coches de bomberos neoyorki­nos, en recuerdo de los compañe­ros muertos, héroes perdidos bajo los escombros de las Torres Geme­las. O ese cartel de veterano de guerra sobre el pecho de un men­digo al que los conductores, en un país socialmente tan poco solidario como los Estados Unidos, no dejan de ayudar con unas monedas.

Al fin se diluye el atasco y los co­ches avanzan. Y mientras le echo un último vistazo al mendigo, con­cluyo con melancolía que esa esce­na sería imposible en España. ¿Un ex soldado veterano de Afganistán, de Iraq, del Líbano, de los Balca­nes, de cualquier misión de Nacio­nes Unidas, con su cartel y su perro, utilizando su pasado militar para pedir ayuda?… Ni hartos de vino, vamos. Iba listo, el fulano. Alardear aquí de eso, nada menos. Vaya des­vergüenza. Como mucho, algunos bajarían la ventanilla, no para darle limosna, sino para llamarlo fascis­ta. Por eso, entre otras muchas co­sas, Estados Unidos es el país más admirable y poderoso del mundo, y nosotros somos lo que somos. O sea. Exactamente lo que somos.

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