Reminiscencias

La frágil paz nuestra, como la mundial

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Marino Vinicio Castillo R.Santo Domingo

Se ha hablado tanto de la paz entre nosotros que se ha desgatado la preocupación y parecemos regocijados de tenerla supuestamente como un hecho inconmovible.

Nada más delicadamente incierto; es frágil y su volubilidad está a punto de ponerse a prueba a corto plazo; ello hace necesario atender a los síntomas y signos de un desorden programado; entre ellos uno muy relevante de reciente aparición, que es el de las bandas criminales organizadas de Haití, de cuya oriundez no se tiene una idea aproximada. Su disciplina en la distribución de sus controles del territorio, así como su papel de columnas de apoyo del escabroso proceso político de desinstitucionalización y, sobre todo, sus funciones de esparcidor de caos y miedo obrando como fórceps del derrame de poblaciones hacia nosotros con el propósito de hacer inhabitable aquello, de tal modo que se genere la condición de refugiados de una guerra atípica bajo dirección y control del crimen, son muestras, todas, del altísimo riesgo que corre la paz nuestra.

La ONU, tan inútil como fuera en sus diecisiete años de ocupación bajo el ropaje de Minustah, necesitaba albergar en su ACNUR esa categoría de desgracia de refugiados de guerra, más que exiliados económicos, para llevar a cabo sus propósitos de estragos patricidas planeados contra el destino nuestro.

Una de las desgracias vitales de los pueblos es atender y no entender más que lo que suena, lo que se ve y escandaliza y se pueda palpar. Es esa una limitante de la comprensión que puede pesar mucho, pues ésta se margina y termina por perderse en la atrofia de la imaginación. No interpretar los signos y síntomas, ni saber de los silencios y advertir su significado, reduce mucho el margen de la defensa de los pueblos; les aproxima a estados lamentables, si no de imbecilidad colectiva, de una ingenuidad que los desarma para las tórridas luchas a emprender por la conservación de su independencia.

Se supone que el ámbito público donde se debaten los temas esenciales no puede carecer de los ingredientes del conocimiento necesario para identificar las emboscadas; se sabe, desde luego, que es una impronta predominante en ese contexto el éxito engañoso de crear taimadas apariencias destinadas a anonadar el entendimiento colectivo, al grado de llevarle a la convicción de que “lo que pasa es que no sabemos lo que pasa”.

El prodigio de encubrir las realidades y pasar a imponerse los deméritos hábiles y audaces, los más insinceros, es la tara más insana que más abunda en el endiablado quehacer político, depositario de la seguridad de los destinos nacionales. Es como una jungla donde no hay trinos de la verdad, sino silencios de abismos, y entrar, pasar y lograr salir, así sea maltrecho, requiere mucho esfuerzo y demanda mucha suerte. Sus lecciones son amargas, cuando no fatales.

Estoy bien consciente, a mis años, de que los pueblos llevan las de perder cuando terminan por carecer de guías que los conduzcan por caminos seguros. Y ésto se refleja de una manera, todavía más grave, cuando se trata de una falencia de escala mundial. Lo de hoy es decididamente desolador y pone a pensar en el contenido de aquel interesante intercambio epistolar de principios de siglo pasado entre dos figuras del genio, Einstein y Freud, tratando la cuestión del porqué de la Guerra.

La lectura de partes de las cartas publicadas asombra por la penetración de aquellos dos ases del saber, al expresar sus premoniciones, uno, desde la atalaya de la física, y el otro, inquiriendo y hurgando entre las luces y las sombras del psiquismo. Todo para asegurarse de la validez del diagnóstico de “porqué la guerra” y cuándo podría llegar su tragedia, ya en el umbral mismo del ascenso de Hitler al poder.

Es emocionante y triste leer a los sabios, pero se comprenden mejor los peligros de esta otra antesala apocalíptica de la humanidad, sin genios admitidos y tan grávida de señales desastrosas.

Ahora bien, ustedes se preguntarán: ¿Y dónde está la reminiscencia prometida?

Todo lo expresado se origina en el año ‘93 del pasado siglo, cuando me visitara una madre dominicana casada con empresario haitiano, bajo cuidado médico dominicano; la llevó una amiga de infancia por lo atormentada que estaba por la hija encarcelada en Puerto Príncipe, junto a un activista político influyente que terminaría siendo asesinado por el gobierno de Aristide, antes de caer. Demandaba mi gestión ante el Presidente Balaguer a fin de que intercediera por su hija. Y no dejé de expresarle mi pesimismo, por las razones dolorosamente obvias de aquel momento.

Al despedirse, me dijo conmovida: “Doctor, nos odian a muerte; de mis hijos varones, el mayor me dijo, antes de venir, cuando le amonestaba por el consumo de cocaína: ´A ustedes, los dominicanos, los vamos a dominar, no con Ejércitos; sino con esto´, mostrándome la droga. Le haremos un desorden de grupos populares armados y contamos con la invasión de las preñadas nuestras. Ese muchacho desde muy joven le servía al Coronel Jean- Claude Paul, el que pagaba los sueldos del ejército con dinero de la droga. Me dio miedo oírlo.”

Hoy, al recordarlo, lo que me asombra más es lo certero del vaticinio. Por ello, las últimas palabras de esta reminiscencia sirven para mostrar la seriedad de mis preocupaciones acerca de la fragilidad de nuestra paz.

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