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La guerra de Vladimir Putin

1) Madeleine Albright, ex secretaria de Estado de Estados unidos. 2) Vladimir Nabokov. 3) Franz Kafka

1) Madeleine Albright, ex secretaria de Estado de Estados unidos. 2) Vladimir Nabokov. 3) Franz Kafka

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Carlos Alberto MontanerEstados Unidos

Eran los tiempos iniciales del año 2000. El primer funcionario importante norteamericano que habló con Vladimir Putin fue Madeleine Albright. La señora Albright, nacida en Praga, era entonces la Secretaria de Estado del segundo gobierno de la administración Clinton. Dejó grabada su impresión de la persona que había sustituido a Boris Yeltsin al frente de Rusia: “es pequeño y pálido, y es tan frío y carente de emociones, que pudiera ser un reptil”.

Lo clavó. Pero dijo más: “Putin está avergonzado con lo que le sucedió a su país y está decidido a restituir su grandeza”. Volvió a clavarlo. Ahí está lo que acaba de ocurrirle a Ucrania. Sin comerlo ni beberlo, los ucranianos pagan el pato de la restauración de la grandeza rusa. El artículo de la exsecretaria de Estado fue publicado en el NYT bajo el título de “Putin comete un error histórico”.

Es una ridiculez, por ejemplo, decir, como ha dicho Putin, que Ucrania es un invento de Rusia. Cualquier bachiller sabe que es al revés: la idea de Rusia imperial surgió del siglo IX al XIII de la Rus de Kiev. Como también es una idiotez acusar de “nazis” a los actuales gobernantes de Ucrania. Si alguien recuerda a Adolfo Hitler es el señor Vladimir Putin, quien no tiene otro argumento para reclamar el Donbás, que el utilizado por los nazis para exigir los Sudetes checos: estaban llenos de alemanes. Franz Kafka, por ejemplo, vivía en Praga, pero hablaba y escribía en alemán, aunque tuvo la delicadeza de morir en 1924 a los 40 años de edad, antes de que el torbellino hitlerista acabara con Europa, y, de paso, con la judería que tanto bien le había hecho al Viejo Continente desde el punto de vista técnico, científico, artístico y financiero.

Las dos regiones del este de Ucrania (Donetsk y Lugansk) estaban pobladas –iba a escribir “plagadas”, pero me contuve– por rusos étnicos que se comunican en ruso. Como quiera que el ruso y el ucraniano tienen un común origen y comparten el alfabeto, alguna gente piensa que es la misma lengua, pero no es verdad. De acuerdo con muchos filólogos el ucraniano está más cerca del polaco o del checo que del ruso. Además, procurar que Donetsk y Lugansk monten tienda aparte es un incalificable olvido de los valores de la república, salvaguardados por los Acuerdos de Minsk, firmados en 2014 y 2015 en la capital de Bielorrusia, el mismo gobierno que hoy los traiciona.

¿Qué busca Rusia apabullando a su vecina Ucrania con su desigual poder militar? Si Putin piensa que restableciendo las ‘zonas de influencia’ estará más protegido contra un cohetazo nuclear, no ha conseguido enterarse (como dijo un analista de CNN) de la actual correlación de fuerzas. El destino de Moscú o de San Petersburgo, y de cualquier ciudad rusa con alguna densidad, radica en un silo ignoto del estado de Nebraska o de Montana y en un GPS con la dirección encriptada del sitio a que llevará su cabeza nuclear, cincuenta veces más destructiva que la bomba que convirtió en humo a Hiroshima en 1945.

La influencia se mide en nuestros días por la calidad y el precio de los objetos que nos rodean y ninguno de ellos es ruso. En efecto, Rusia tiene una economía tercermundista. Posee el tamaño aproximado de la economía italiana, pero con 2.45 veces más habitantes. Es un mono productor y exportador de energía, como Arabia Saudita, pero sin la pericia inversora de las buenas cabezas árabes. Cuando el gas y el petróleo se agoten o sean sustituidos por otra tecnología (los científicos alemanes están experimentando con los neutrinos), Rusia, dejó dicho Vladimir Nabokov en otro contexto, “fue un sueño que tuve”, como suele citar el cineasta Jiménez-Leal.

Las sanciones tendrán un efecto devastador sobre la economía tercermundista de Rusia. Quitarle las fuentes de financiamiento o privarla de los mercados para venderle gas o petróleo, será definitivo a medio o largo plazo. Especialmente si se consigue una alternativa para el suministro de gas y petróleo y se establece un acuerdo real entre USA, la Unión Europea, Suiza, Japón, Corea del Sur, Canadá y Australia. Ese acuerdo debe llevar sanciones muy graves, a su vez, para quienes violen lo acordado.

¿Estamos cerca de la III Guerra mundial, como sucedió en 1962 durante la “Crisis de los Misiles”? No, pero las razones para impedirla son las mismas: Rusia quedaría minuciosamente destrozada. Es verdad que Estados Unidos también quedaría totalmente en la lona, pero las guerras se riñen para ganarlas, no para perderlas o para quedar medio liquidados. En USA, donde todo se calcula, se supone que las ciudades de más de 50,000 habitantes serían destruidas. Claro, el riesgo aumenta de que el azar provoque un conflicto definitivo sin que los encartados se lo propongan. En los años sesenta y setenta hubo al menos dos oportunidades en las que fue muy posible la escalada nuclear. En ambos casos nos salvó la sensatez de un soviético, operador de rango intermedio, que le hizo caso a su olfato y no se dejó llevar por “the rules of engagement”. No hay ninguna garantía de que eso ocurrirá en el futuro.